Muchas obras del bioarte, pero también del arte ecológico, comparten la fascinación por la vitalidad de su material, por esos «poderes que emanan de los no-sujetos» que Jane Bennett, en su libro Vibrant Matter, caracteriza como «la capacidad de las cosas –comestibles, mercancías, tormentas, metales– no sólo de impedir u obstaculizar la voluntad y los diseños de los humanos sino también de actuar como quasi-agentes o como fuerzas con trayectorias, propensidades y tendencias propias» (Bennett, 2010: viii). Pero así, la estructura semiótica de muchas obras, su afán por establecer, en palabras de Eduardo Kac (2005: 237), «una relación dialógica entre el artista, la criatura, y quienes entran en contacto con ellos», se tensa entre su interés, de un lado, por entrar en relaciones coagenciales con organismos no humanos a título de participantes activos en la «creación», y del otro, su interpelación de un espectador humano compelido a reflexionar críticamente.