Pensar era bueno, porque el pensamiento ahuyentaba a los cadáveres, transformaba en palabras y números a los asesinos y a sus víctimas, me obligaba a pensar en mí, ya no en los demás, y me imponía la necesidad de prometerme que yo nunca, jamás, por ninguna razón, ningún motivo, colaboraría, ni de cerca ni de lejos, en la desgracia, en el dolor, en la cárcel o en la muerte de nadie.