Lo miré: nunca lo había querido. Lo había encontrado bueno y atractivo. Me había gustado el placer que me proporcionaba. Pero no lo necesitaba. Me marcharía. Diría adiós a aquella casa, a aquel chico, a aquel verano.
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Me noto tan cerca de lo que la gente llama remordimiento de conciencia que me veo obligada a recurrir a gestos: encender un cigarrillo, poner un disco o telefonear a un amigo
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Lo único que le minaba y le consumía era el hábito y la rutina, como a mí.
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Pero me asustaban el aburrimiento y sobre todo la tranquilidad. Mi padre y yo, para estar interiormente tranquilos, necesitábamos la agitación exterior. Y eso Anne era incapaz de admitirlo
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No. No me gusto, ni lo intento. Muchas veces me obligas a complicarme la vida y eso me molesta un poco de ti
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Verás —dije—, me he pasado diez años en un convento y el que esa gente no tenga principios me sigue fascinando…
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Nos acostumbramos a los defectos de los demás cuando no nos creemos obligados a corregirlos
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Siempre había oído hablar del amor como de una cosa fácil. Yo misma había hablado de él con crudeza, con la ignorancia de mi edad, y me dio la impresión de que nunca más podría volver a hablar de él así, de ese modo indiferente y brutal
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Comprendí que estaba más dotada para besar a un chico al sol que para estudiar una carrera
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Me miró y apartó los ojos de inmediato. Yo estaba desconcertada. Me daba cuenta de que la despreocupación es el único sentimiento que puede inspirar nuestra vida sin darnos argumentos para defendernos