Los ojos de Narval se humedecieron. No podía contenerse, no podía parar; sabía que algo se había roto, algo estaba pasando, pero no pasando con minúscula, sino PASANDO, como si la última pieza del engranaje hubiera caído en su lugar y la rueda empezara a girar, imparable, implacable. Apoyó la cabeza contra el pecho de Facundo, sobre su corazón enloquecido, y se abrazó a él deseando morir, llorando como nunca antes.