Aunque parezca extraño, en ciertas circunstancias un golpe fallido hiere más que uno que haya dado en el blanco. Una vez estaba de pie al lado de la vía del ferrocarril, bajo una tormenta de nieve. A pesar del temporal, nuestra cuadrilla no podía interrumpir el trabajo. Me afanaba en reparar la vía rellenando los huecos con gravilla, pues esa era la única manera de entrar en calor. Hice una pausa de unos segundos para tomar aliento y apoyarme en la pala. Por desgracia, el guardia se giró precisamente en ese momento y me vio: pensó que me hacía el remolón. No usó su látigo, ni me insultó, ni lanzó ningún juramento. No juzgó necesario malgastar palabras, ni siquiera palabrotas, con aquel cuerpo andrajoso y demacrado, que no parecía una figura humana. En lugar de eso, se agachó alegremente, cogió una piedra y me la arrojó. Así se llama la atención de un animal doméstico para que vuelva a su trabajo, una criatura con la que se tiene tan poco en común que ni siquiera se la castiga. Aquella piedra me hirió más que los latigazos o los insultos soeces. Se quedó imborrable en mi corazón