Fingí estar alegre, debía estar alegre si era una mujer «normal». Por primera vez y estando ya de casi cuatro semanas me pregunté, en absoluta soledad, si de verdad yo quería ser madre. No me lo había preguntado antes. ¿Por qué no me lo había preguntado antes? ¿Por qué hay mujeres que damos por sentada la maternidad? ¿Por qué creemos que la maternidad llegará con la naturalidad —y la irreversibilidad— con la que llega el otoño o la primavera? Quería a ese niño por venir, eso estaba claro, y cuando lo tuve supe que no había otra cosa en el mundo que pudiera querer tanto. Pero más allá de amar a ese niño, ¿quería yo ser madre? ¿Había alguien en el mundo que pudiera entenderme, que pudiera comprender ese ambivalente sentimiento: querer al hijo, amarlo profundamente, pero dudar acerca del rol de la maternidad? Y esa pregunta llevaba irremediablemente a otra: ¿Me sentía capaz de ser madre? ¿Podía serlo? Yo tenía la posibilidad de engendrar un hijo dentro de mí, hacerlo crecer esos nueve meses, parirlo, ¿pero sería capaz de cuidarlo, de ayudarlo a que creciera a mi lado una vez que él y yo no ocupáramos el mismo cuerpo? ¿O, como mi madre, yo también sería alguien más en una casa compartida, alguien que a veces está y a veces no? ¿Podría yo algún día hacerle daño a ese que era lo que yo más quería en el mundo o aprendería a ser su madre? La mía había tenido el primer episodio después de que yo naciera, exactamente el aniversario del día en que había muerto otro bebé, mi hermano. ¿Me podía pasar a mí? ¿Podía suceder que yo también me perdiera en la misma oscuridad que mi madre después de engendrar este niño, aun cuando no hubiera muerto otro antes? Los médicos me dijeron que no, Mariano me dijo que no. Pero yo no tendría la certeza hasta después de que mi hijo naciera.