Pero esa autonomía no significa carencia de vínculos, ni falta de dependencia: los afectos son dependientes porque nos enlazan a los destinos de otras personas, y no podemos abandonarlos –o no tan fácilmente– cuando nos conviene. Ser autónomo es saber que soy responsable de mis actos y por lo tanto en mí ha de radicar –hasta donde pueda– la orientación de mis elecciones. Hay una actitud suicida en el acto de educar, porque lo hacemos para que puedan prescindir de nosotros, decía en algún momento Savater. Es cierto, pero ese suicidio lo es sólo como educadores. Los alumnos, necesariamente, dejan de serlo una vez que aprenden la lección, pero no necesariamente los hijos porque el acto de ser padres, o madres, va más allá de educarlos para que sean libres y responsables; los educamos y los acompañamos en su crecimiento, también, para que sean nuestros cercanos. Por un lado queremos que sean autónomos, por el otro esperamos que esa autonomía consista, también, en el reconocimiento libre de lo que nos une, en definitiva, en que su autonomía lo sea menos, una libertad compartida, quizás la única que tenemos.