alegre y despreocupada era entonces... Mi necio impulso le arrebató la vida a Gerald y destrozó la mía.
—Hubiera podido suceder en otro lugar.
—No, fue culpa del abanico. Él lo llevó a la joyería. Le debieron de seguir y lo esperaron fuera.
—Yo creo que eso hubiera podido ocurrir sin el abanico.
—A su debido tiempo, lo comprendí —dijo la anciana, sacudiendo la cabeza—. Yo te enseñaré lo que hicieron.
La señorita Lucille permaneció sentada un rato en silencio mientras las lágrimas resbalaban profusamente por sus mejillas. Poco después, entró Ayesha.
—Vamos, vamos —dijo la criada—. No tiene que pensar en esas cosas. Válgame Dios, eso no es bueno, señorita..., no es bueno.
—Ayesha —dijo la señorita Lucille—, traeme el abanico.
—No, olvídese de eso —dijo Ayesha—. No se atormente más.
—Tráemelo, Ayesha, por favor.