cada año, dondequiera que estuviese, acudía a la cita navideña con su madre, a la hora convenida, en el lugar acordado: en el refugio seguro de su propio corazón, donde guardaba su infancia como un tesoro, donde el Dios eterno podía hacerse pequeño y comprensible, donde, obedeciendo con sencillez a un gesto, misteriosamente acontecía un encuentro que parecía imposible.