-¡Ah, Dios mío!, pobre niño, ¿qué está haciendo ahí? -me preguntó con voz alegre y melodiosa.
-¡Ay!, señora marquesa -contesté, porque me pareció que debía ser marquesa por lo menos- soy un pobre diablo viajero que su postillón ha dejado en el camino, y estoy a punto de morir de hambre.
-¡Virgen Santa!, ¿qué está diciendo? -contestó.
E inmediatamente se puso a buscar aquí y allá entre los arbustos que nos rodeaban, yendo y viniendo a un lado y a otro, trayéndome gran cantidad de bayas y frutas, con las que formó un montoncito cerca de mí, mientras continuaba con sus preguntas.