Fernando Gómez Echeverri

Tenía clasificados protozoos que, por lo general, vivían en monedas y en pasamanos de buses; unos más, terriblemente específicos, vivían entre páginas de libros viejos y sólo se alimentaban —según su teoría— con restos de tinta de la letra “o”.

Estaba cerca del mayor descubrimiento de la historia, pero en lo único en lo que pensaba era en Lina.

Se levantaba entre las seis y las siete de la mañana, se ponía un par de tenis viejos y salía sin un rumbo fijo.

A diferencia de Darwin, creía que los organismos unicelulares eran el fin de toda la evolución.

“Me gustaría vivir contigo en uno de esos santos lugares”. Y añadió: “Sería como vivir en el intestino de un cerdo”

Se limpió los ojos, apagó el computador, le dio un beso a su lagartija y salió a la calle.

En ningún momento había perdido la conciencia. La enfermedad le exigía que sintiera su presencia segundo a segundo.

“El amor es el peor cáncer”, pensó.

—Los científicos deberíamos ser una hermandad —

besos y el sexo eran tan banales como un par de monedas o un billete de mil pesos: eran sólo limosna afectiva.