Existe en la zozobra, oscila sin hundirse, dividido entre el falso edén de la vida provinciana durante el Porfiriato y el porvenir sin rostro del que nada teme tanto como la progresiva angloamericanización de México; entre la sexualidad, que en el siglo xvi los españoles identificaron con el mundo árabe para condenarla, y “la sangrienta flor del cristianismo”; entre la cara de la Virgen y el cuerpo de una tiple del Teatro Lírico. Su liturgia es la veneración del amor físico y metafísico; su remordimiento, la conciencia católica que diaboliza el mundo y la carne; su horror, la fugacidad de la vida y la corrupción final de nuestros cuerpos.