Gabriela Damián Miravete

Niños: aunque ustedes y yo aún no nos conocemos, puedo decir algunas cosas acerca de ustedes. Por ejemplo, que en este momento están leyendo. Es inútil que lo nieguen.

—¿Qué es lo imprevisto? —le pregunté.
Yo pensaba en Ana, la vecina de enfrente (frenos ortodónticos, tobilleras, zapatitos de charol). Él se refería a un terremoto de 8 grados Richter.

“¿Por qué no puede haber fósiles de la música?”

—Pobre payaso —murmuró, y con eso puso punto final a su berrinche.

Una escoba es un cepillo de mango largo para esa gran cabeza llamada la Tierra, y el cepillo de dientes es una escoba para barrer adentro de la boca.

Así que nos quedamos mi torta y yo a chismosear solas. El problema es que los bolillos no son muy comunicativos que digamos.

No es que no quiera entenderte: es que mi mente va en otra dirección, a otra velocidad. Se metió en un laberinto y solo a veces vislumbro la salida. Pero casi siempre queda lejos. No atrás, no adelante. Solo lejos.

A veces me pregunto cómo vivirá la gente como mi padre: androides de ideas fijas.

Es que el mundo siempre se está acabando! El mundo siempre se acaba para alguien: si no es cuando a un chamaco se lo roban Los Zetas para hacerlo sicario, es cuando en África una madre se muere de hambre y entrega la última hogaza de pan a sus niños, o cuando una estrella pop se mete un par de pastillas que, recetadas o no, dictarán su última noche. El mundo siempre se está acabando.

Recordó un artículo que había leído donde un científico confirmaba que el libre albedrío no existe y que el cerebro toma las decisiones unos milisegundos antes de que nosotros seamos conscientes de ellas