Hablamos y caminamos, nos miramos y no nos besamos. Al mirarnos nos comprendemos y, quizá abrumados por ese obsceno modo de comprendernos, nos limitamos a seguir hablando, a seguir caminando, a seguir mirándonos; y a no besarnos, decididamente no nos besamos: el beso está ahí y subrayamos su presencia evitándolo.