El Nautilus se mecía en un lecho fosforescente, que en medio de aquella oscuridad parecía más deslumbrante. Lo producían miríadas de animales luminosos, cuyo fulgor se acrecentaba al rozar con el casco metálico. Yo sorprendía entonces unos relámpagos en medio de las capas luminosas, como si fueran coladas de plomo fundido en un horno ardiente, o masas metálicas llevadas hasta el rojo blanco, de tal manera que, por oposición, ciertas porciones luminosas hacían sombra en el medio ígneo, donde toda sombra debía estar desterrada. ¡No, ya no era la irradiación serena de nuestra iluminación habitual! ¡Había allí insólitos vigor y movimiento! ¡Era una luz que parecía viviente!