A los quince ya lo sabes, lo tienes todo claro: está el SUR de la isla, el de los turistas, y luego está el sur que te ha tocado a ti. El de los pupitres voladores, los cinco coches de policía siempre apostados en la entrada del instituto y las órdenes de alejamiento y el señor raro que a veces se toca la polla cerca de la cancha de baloncesto. Más de una vez se miran a los ojos y sientes cómo hay algo en ti que muere por dentro, pero tú ya has ido y vuelto de la guerra en múltiples ocasiones. Nada puede tocarte. Nada puede hacer que te derrumbes.
Por eso cuando pierdes la guagua una vez más por un minuto no te vienes abajo, no te quejas en voz alta, tu expresión no cambia. No te inmutas. Te sientas en el banco de siempre. Abres el bolso y sacas un libro. Dos horas después, cuando por fin llegas a casa, hundes la cara en tu almohada y chillas.