El nombre es, por tanto, lo que se aparece en sí mismo y, así, su trato exige de un cierto cuerpo a cuerpo, una disposición a dejarse padecer, esto es, a dejarse tocar por él: el nombre es la aparición sinóptica que nos llama y nos toca de una sola vez, y el cuerpo lingüístico que tocamos también de una sola vez al recibirlo; es la aparición y no la imagen; la palabra, no la metáfora; su «ocupabilidad» y no el enunciado de lo dicho; es aquello que solo puede ser en la repetición de su unidad sin intervención de estructura, engranaje o subordinación de distintas partes, es eso que en sí mismo es.