soñador —por si necesita una definición minuciosa— no es una persona, ¿sabe?, sino una criatura de género neutro. Habita mayormente en algún rincón inaccesible, como si se ocultara hasta de la luz del día y, cuando se encierra en sí mismo, se adhiere a su rincón como un caracol, o cuando menos se parece mucho en su relación a ese curioso animal que es animal y casa al mismo tiempo y que se llama tortuga. ¿Usted qué cree, por qué quiere tanto a sus cuatro paredes pintadas infaliblemente de verde, sucias de hollín, desoladoras y amarillentas de tabaco hasta lo inadmisible? ¿Por qué este ridículo señor, cuando viene a visitarlo alguno de sus escasos conocidos —lo que acaba en que todos sus conocidos se esfuman—, por qué este ridículo señor los recibe tan desconcertado, con el rostro tan cambiado y tan turbado como si acabara de cometer un crimen entre esas cuatro paredes, como si fabricara billetes falsos o unos poemillas para enviar a una revista junto con una carta anónima donde se revela que el auténtico poeta ya ha muerto y que un amigo suyo cree que es un deber sagrado publicar los versos? Dígame, Nástenka, ¿por qué se les apaga la conversación a estos dos interlocutores? ¿Por qué ni una risa ni una palabra animada sale de la lengua del perplejo amigo que ha entrado inesperadamente y al que en otros momentos le encantan la risa, las palabras animadas, las conversaciones sobre el bello sexo y otros temas divertidos? ¿Por qué, al fin, este amigo, probablemente un conocido reciente, ante su primera visita —y no habrá una segunda, pues el amigo no va a volver—, por qué también el amigo con toda su agudeza —si es que la tiene— está tan desconcertado, tan tieso, mirando el rostro girado de su anfitrión, quien, a su vez, ya está completamente aturdido y perdido con los últimos esfuerzos titánicos pero infructuosos por enderezar y alumbrar la conversación, por demostrar que también él tiene mundo, por hablar también él del bello sexo y al menos con tal sumisión gustar al pobre hombre que había llegado donde no debía, que había ido a visitarlo por error? Y, por fin, ¿por qué de pronto el invitado agarra su sombrero y se marcha presto al recordar inesperadamente un asunto urgentísimo, que nunca ha existido, y libera de cualquier manera su mano del cálido apretón del anfitrión, quien se esfuerza por todos los medios en mostrar remordimiento y en corregir lo perdido?