Y como ahora mí voz, en el dolor monótono del coro, estaba repitiendo ya junto a la voz hermana de Gabriel: «—¡Sed tengo, mi Dios, de morir en tu amor!… ¡Sed tengo, mi Dios, de morir en tu amor!…», fundí en una misma sed abrasadora lo irremediable de la muerte, con lo irremediable de mi infinito amor, y vencida, en brazos de la amargura, anhelando ya tan sólo probar el agua que se bebe más allá de la tumba, al lado de Gabriel a quien ya no podía volver a hablar más nunca, seguí repitiendo: «—¡Sed tengo, mi Dios, de morir en su amor! Sed tengo, mi Dios…».