No dudo de que muchas mujeres pensarán que es una tarea imposible la de hacer de su hogar algo que, adondequiera que se dirija la mirada, sea como una radiante sonrisa; de investigar todo lo que hay dentro de él con tal tranquilidad y felicidad que desaparezcan el odio y la amargura y que todos se sientan en condiciones de superar el más grande de los obstáculos; de hacer que todos tengan la sensación de ser libres, puros y valientes, y tornarles conscientes de su afinidad con Dios y el Amor. La verdad es que esto resulta ciertamente difícil y desconcertante. Pero ésa es tu tarea, ama de casa; la tarea que el propio Dios te ha designado para desempeñar. Y tú tienes la fuerza necesaria para ello, aunque no lo sepas. Eres capaz de cumplirla, con sólo que no pierdas la fe en el amor que tienes en tu interior. No sólo la mujer cuya buena suerte le permite hollar los senderos más soleados de la vida y que ha recibido los beneficios de una buena educación, sino también la que ha tenido poca instrucción y vive en la parte más umbrosa de la vida, en una casita pequeña y con muy poco que elegir; también en ésta reside esa potencia, porque todas tenéis la misma alta cuna: todas vosotras sois hijas de Dios. La fuerza de una mujer cuyo hogar resplandece con el fulgor de la dicha terrenal es tal que torna iguales a la cabaña de techo bajo y la mansión de alta estructura. Iguales en luminosidad. Iguales en calor. Esa fuerza es el verdadero igualitarismo