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Francisco Tario

Obras completas

  • Claudio Ortega Niñocompartió una citahace 7 meses
    La noche del perro
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    —¿Te irás, di, y me olvidarás? ¿Te olvidarás de este pobre poeta muerto?

    Se endereza y vuelve a caer. Tose, tose y solloza, con sus negros ojos extáticos, perdidos en la última noche. Me aprisiona contra él. Hunde sus uñas en mí. Me hiere. Ya no sabe acariciarme. Ya no comprende el placer, la ternura, el dolor. No comprende nada de lo que comprendía tan bien antes. Va olvidándolo todo, trastornándolo todo, todo menos mi nombre.

    —Teddy... Teddy... Teddy...

    Y se muere.

    Nadie podrá creerme, pero es tan inmensa mi soledad y mi horror en estos momentos ¡que para qué mentir ya!

    Yo le cerré los ojos cuidadosamente, sin arañarlo, como si tocara una hostia. Yo le cerré la boca y lo cubrí todo entero con las sábanas. Después, tomando entre mis dientes un haz de flores secas y de versos, se los regué encima así, esparcidos por el catre, igual que una bendita nevada. Hecho esto, hui hacia el rincón más cercano —donde duermo a veces— y rompí a aullar, a aullar con el cuello tieso y el alma hecha pedazos, consumiendo las últimas fuerzas de que dispongo.

    Cuando los perros aúllan, sé que los hombres se asustan: no, no hay nada que temer. Los perros aullamos del mismo modo que los hombres lloran y hacen otras cosas. Es un hecho sin importancia, enteramente natural, y que a nadie atañe, sino a nosotros mismos. Por ejemplo, yo aúllo ahora porque me encuentro solo, porque siento frío aquí dentro y porque me voy a morir muy pronto. En cuanto lleve a mi amo al camposanto
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    Mi amo se está muriendo, y, como soy un perro, no acierto a impedirlo. No puedo secar el sudor de su frente; no puedo espantar la fiebre que lo consume; no puedo aliviar su respiración ahogada; no puedo ofrecerle ni un vaso de agua. ¡Qué silencio más horrendo el de esta noche de diciembre! ¡Qué quietud y qué nieve más espantosas! ¡Qué infamia la vida! Y yo, un perro, un triste ser inútil, incapaz de algo importante.

    Si supiera hablar, le diría: “Perdóname por haber nacido perro. Perdóname por no poder hacer otra cosa que verte morir. Perdóname. Pero te amo, te amo con un amor como no hay otro sobre la Tierra; como es incapaz de comprender el hombre... el hombre, salvo tú, mi amo. ¡Si supieras las lágrimas que he derramado, viendo el pan duro y la leche agria que almuerzas! ¡Si supieras qué noches de insomnio he pasado bajo tu catre oyéndote toser, toser implacablemente, con esa tos seca y breve que me duele más que todos los golpes sufridos!
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    “¿Fuma usted?” —me preguntaron. Había cesado el viento, y el cielo era azul y luminoso. Una sola cosa me preocupaba gravemente ese día: aquella cinta color de rosa que había amanecido entre mis sábanas y que ahora apretaba con susto en un bolsillo. Quizá conviniera entregarla. O quizá resultara ser, a la postre, como el cuerpo mismo del delito. No supe. El doctor anunciaba en aquel momento: “¡Ha muerto!” Y el policía exclamó, muy pálido, echando a correr de pronto hacia la casa: “¡Algo muy grave está sucediendo!” Mi habitación se hallaba atestada de familiares y amigos, que apartaron con malestar la vista del lecho y se quedaron mirando pensativamente el muro. Oí a mi madre sollozar y a alguien que se servía un vaso de agua. Mi padre se había dejado caer en un sillón, con la cabeza entre las manos. Me enderecé como pude y no dudé en proclamar: “¡Son ustedes unos incautos! ¿O acaso no se han dado cuenta de que estoy simplemente dormido?”
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    Y desperté. Continuaban allí los policías, los perros, la ventana iluminada. Nada había cambiado, por lo visto, ni siquiera aquel diluvio de hojas que proseguía cayendo de los árboles
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    Comenzaba ya a clarear el día cuando me senté en la cama con una sensación de horror que ni yo mismo alcancé a explicarme. “Dime —le pregunté, perplejo, sin saber bien lo que decía—, ¿por qué te arrojaste al tren? ¿Por qué?” Aquí volvió a reír con ganas, escondiendo la cara bajo la almohada. Todavía sin dejar de reír, me aseguró que en toda su vida había escuchado nada más divertido y que deseaba que le explicara cuanto antes cómo pudo ocurrir nunca tal desatino, si se encontraba ahora allí, a mi lado. Y agregó, también sentándose: “¡Estoy viva! ¿No lo crees? ¡Mira cómo late mi corazón!” Me había llevado la mano a su pecho y yo la retiré escandalizado, casi con estupor. “¡Te odio! ¡Te odio y te odiaré siempre! ¡Esto es un terrible pecado!” Y prometió ella: “Pues aunque así sea, quiero tenerte conmigo por una eternidad de años”. No fue sino hasta entonces que descubrí plenamente su maldad, la perversa pasión que la dominaba y sus infernales propósitos. “Ahora sé que no hay tal mujer decapitada y que el estanque está vacío. Todo han sido argucias tuyas y una imperdonable mentira.” Así dije. Y ella volvió a estrecharse contra mí y a reír sin ningún recato, olvidada ya de la familia e insistiendo con el mayor ahínco en que le explicara con todo detalle a qué disparatados sucesos venía refiriéndome. Me besaba y me besaba en las tinieblas, cuando, en un determinado momento, pude descubrir con asombro que quien me besaba con tal ansia era mi propia madre, que yacía arrodillada junto a mi cama de enfermo. Esto me contrarió en sumo grado al comprobar que estaba nuevamente soñando y que era víctima, una vez más, de otra ignominosa burla. “¡Despierta! ¡Despierta! ¡Debes hacer un último esfuerzo!” —imploraba ella.

    Y desperté. Continuaban a
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    Pero, de pronto, dejaba yo de aparecer en los retratos y en mi lugar se veía a otro joven. Bien visto, parecían ser los mismos retratos, aunque yo había dejado de existir. Pasaba y pasaba las hojas y siempre aparecía el mismo joven. Esto se me antojó misterioso, máxime que los policías se habían apartado de mí con disimulo y fingían mirar por la ventana. Obviamente la seductora joven había olvidado su primer amor. Sólo hasta la penúltima página volvía yo a aparecer en lo que pudiera representar acaso la clave del siniestro enredo, pues en este nuevo retrato se nos veía a los dos fundidos en un doloroso abrazo de despedida, al pie de un coche de caballos que se disponía a partir. Supuse que en la página siguiente estaría el retrato definitivo, aquel que explicaría, por fin, el enigma. Pero no fue como me esperaba, puesto que la página estaba vacía y el enigma, por tanto, seguía en pie.
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    No fue sino hasta mucho más adelante que empecé a darme cuenta de que había en todo aquello algo en extremo comprometedor para mí, ya que aquel joven, que sostenía, riendo, la sombrilla de su hermana, era justamente yo. Se me antojó tan descabellada la coincidencia, que me eché a reír con ganas.
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    “¡Estoy soñando!” —grité esta vez. No se me ocurría otra cosa. Había una sola ventana y me asomé. La altura era considerable y sólo alcancé a distinguir con claridad las copas entremezcladas de los árboles, formando una mullida alfombra. Por entre las ramas negras asomaba el brillo plateado del estanque. Estoy casi seguro de que pasé allí la noche entera, reflexionando. O no sé si, en realidad, me quedé dormido, porque, en un momento dado, comencé a dudar ya seriamente de si aquello que venía ocurriendo era un simple sueño o, por el contrario, lo que era un sueño era lo que yo trataba de recordar ahora. Sucedía así: me veía yo en mi cama, en la cama de mi casa, ya de día, profundamente dormido. Veía la lámpara de mi mesita de noche, el libro que había dejado sobre la alfombra, la ventana entreabierta. Alrededor de mi cama estaba toda mi familia, mientras el doctor me levantaba con cuidado un párpado y se asomaba a mirarlo. Tenía el semblante muy pálido y no me gustó la expresión de sus ojos. Todos se mantenían muy quietos, al pendiente de lo que él veía en aquel párpado. Mi padre tenía las manos en los bolsillos y mi madre daba vueltas sin cesar a su pañuelo. Estaban también mis hermanos menores, que acababan de llegar de la escuela. Y cuando el doctor me dejó caer el párpado, unos y otros le rodearon en grupo, conteniendo el aliento. Entonces él me observó con preocupación desde lejos y se volvió hacia ellos. Dijo únicamente: “Está atrapado. Seriamente atrapado”. “¿Es grave?” —preguntó mi madre. Y el doctor repitió: “Está seriamente atrapado”
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    Caminábamos ya bajo las aguas, pisando sobre una superficie blanda, cubierta de limo. “Tenga usted cuidado —me dijo el hombre— y no vaya a dar un traspié.” El asunto me pareció grave desde un principio y habría deseado escapar. No me atraía realmente aquello. Entonces llegaron a un rincón del estanque donde el hombre que sostenía la vela se inclinó para levantar una sábana que ocultaba algo. “¿La reconoce usted?” —me preguntó con voz muy ronca. Era la estatua de una jovencita desnuda, que aparecía decapitada. Comprendí al punto que se trataba de un horrendo crimen del cual yo debía resultar sospechoso. No sé desde qué tiempo estaría allí la estatua, pues toda ella aparecía recubierta de limo, como una estatua verde. Sin duda debía haber sido en su tiempo una bella jovencita, pese a que le faltaba el rostro. Sus dos pequeños senos parecían aún más verdes que el resto y en torno a ellos evolucionaba incesantemente gran cantidad de peces. Al verla, no dejé de sentir una viva curiosidad por adivinar cómo habría podido ser su rostro y la expresión de sus ojos. “¿La reconoce usted?” —me preguntó de nuevo el hombre. Repliqué que no, que era la primera vez en mi vida que veía semejante cosa y que además no estaba muy seguro de que todo cuanto venía aconteciendo fuese cierto. Yo era simplemente un joven común y corriente que se había quedado dormido en la cama hacía apenas unos instantes. Había apagado la luz de mi cuarto y había cerrado los ojos. Eso era todo.
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