me arrodillé delante de mi mujer y besé su vientre plano por encima de la seda blanca de su camisón, adorando ya la pequeña vida que crecía en su interior.
La vida que había surgido del amor, de la esperanza y del perdón.
Cuando Lydia se bajó los tirantes del camisón, la delgada tela se deslizó al suelo, permitiendo que besara otras partes.
Y allí, de rodillas frente
a la mujer que amaba, me di cuenta de que el padre Donoghue tenía razón:
era un lugar muy seductor.