Cuando un bebé aprende su lengua materna, está incorporando mucho más que las palabras. Un idioma lleva inscrito en sí mismo la cultura que lo produjo, en las características de su estructura, que determina una cierta organización del pensamiento, y también como portador de alusiones, refranes, rimas, chistes y canciones que lo conforman. Cuando le cantamos por primera vez a un bebé «Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva» lo estamos introduciendo en una cadena de asociaciones que lo llevarán a entenderse de forma más sutil y compleja con quienes compartan su experiencia de la lengua.
En japonés no es posible referirse a uno mismo en forma directa, es incorrecto por razones gramaticales empezar una frase diciendo «yo». En inglés no existe la forma «se rompió», it broke. Será, en todo caso, it got broken, lo que incluye a un agente causal. Las cosas no «se rompen», alguien las rompe: decir «se rompió» es un error gramatical que suelen cometer los chicos y que hace reír a los adultos. Un error cuya corrección marca, además, una posición cultural frente a la cuestión de la responsabilidad personal.
Un idioma es un punto de vista, una forma de enfrentar el caos de la experiencia y reducirlo a la escala de la comprensión humana, que necesita cierto ordenamiento, cierta clasificación. El funcionamiento de nuestra mente exige la generalización, y eso es lo que hace el lenguaje. Y cada idioma generaliza, es decir, clasifica, a su manera. Todos usamos estos casilleros naturalmente, sin pensarlo. Pero los escritores necesitamos recuperar la conciencia de este sistema que nos organiza el mundo para ser capaces de desafiarlo y encontrar así nuevos sentidos. Debemos estar constantemente atentos a las vallas que cuadriculan la experiencia para poder saltarlas, romperlas, para proponer una nueva construcción que permita ver la realidad desde otro ángulo.