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Hombres fatales

  • Amado J. Cruz Malpicacompartió una citael año pasado
    No les importa que seas guapa, llevas falda, es como poner un trapo rojo delante de un toro
  • Amado J. Cruz Malpicacompartió una citael año pasado
    Pero hay algo distinto en este último brote del deseo: los dos amigos ya no se embarcan en una aventura nueva, no se entregan a algo desconocido, sino que vuelven a su primera y aborrecida actividad, copiar. ¿Cómo es posible que ahora les resulte gozosa? ¿Habrán descubierto que el placer que obtienen no depende del objeto, sino tan sólo de su deseo? Copiar sigue siendo una actividad parasitaria y menor, pero se diría que ahora valoran en ella algo que ignoraban al comienzo: cuánto se adecua a la forma misma del deseo, igualmente parasitario
  • Amado J. Cruz Malpicacompartió una citael año pasado
    Así, para unos era una obra desprejuiciada, franca, valiente, emancipadora y auténticamente amorosa en la medida en que mostraba que el amor es transgresor por definición, y para otros, una novela pornográfica singularmente perversa y degenerada, puesto que alentaba el abuso de menores
  • Amado J. Cruz Malpicacompartió una citael año pasado
    Todo ser amado, y, en cierta medida, todo ser, es para nosotros Jano: nos presenta la cara que nos place si ese ser nos deja, la cara desagradable si le sabemos a nuestra perpetua disposición»
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    Pese a su juventud, Proust advirtió con una lucidez pasmosa que el origen de la fatalidad no es el objeto amoroso, sino un peculiar tipo de sujeto especialmente inclinado a las fabulaciones mórbidas
  • Amado J. Cruz Malpicacompartió una citael año pasado
    Otelo y Leontes [el protagonista del Cuento de invierno de Shakespeare] perdonarían en última instancia la infidelidad de sus esposas, con tal de que ésta fuera bien real. Pero como dichas esposas son fieles e irreprochables, agravando así su crimen a los ojos de sus jueces y futuros verdugos hasta el punto de no haberlo
  • Amado J. Cruz Malpicacompartió una citael año pasado
    Por ello, tan pronto como se apodere de él la primera sospecha ya sólo verá signos de la traición, en buena medida porque, como señala Lacan, su radical certeza trasciende la realidad: «En él, no está en juego la realidad, sino la certeza. Aun cuando se expresa en el sentido de que lo que experimenta no es del orden de la realidad, ello no afecta a su certeza, que es lo que le concierne. Esta certeza es […] inquebrantable». Esta forma de fanatismo se traduce necesariamente en que el celoso siempre acierta: si sorprende a la amada traicionándolo, se sentirá íntimamente complacido, puesto que los hechos probarán lo que su certeza ya le había revelado; pero si no la sorprende jamás, no se convencerá de que estaba equivocado, porque su certeza es inquebrantable, de modo que seguirá intacta, como sus sospechas, que justificarán los interminables tormentos a los que someterá a su amada hasta que llegue el ineluctable día en que la sorprenda en flagrante delito. Tan inquebrantable es la certeza del celoso que, como señala Rosset en Principios de sabiduría y de locura, incluso el hecho de que jamás se pruebe la culpabilidad de su amada se convertirá en el signo inequívoco de su alevosía
  • Amado J. Cruz Malpicacompartió una citael año pasado
    A ello aludía Lacan en una perspicaz observación de sus Seminarios, donde señalaba que la verdadera causa de los celos no son los hechos, es decir, la traición efectiva, sino la patológica necesidad del individuo de alimentar las sospechas que lo atormentan, ya que de ellas depende su mórbido placer, al que se refería con el neologismo jalouissance, de jalousie, ‘celos’, y jouissance, ‘goce’. Según él, las personas cuya voluptuosidad no depende de los celos tienden a no sospechar nada
  • Amado J. Cruz Malpicacompartió una citael año pasado
    Que la castidad y la lascivia sean—como también señaló Praz—recurrentes atributos de las mujeres fatales podría indicar que lo trágico para sus enamorados es tener que aceptar que están vivas
  • Amado J. Cruz Malpicacompartió una citael año pasado
    El título del conocido relato de Poe, «El corazón delator» (1843), da la clave de lo que nos disponemos a leer: el protagonista cree que el latido que oye y delata su crimen es el del cadáver enterrado a sus pies, aunque es mucho más probable que sea tan sólo el de su corazón, agitado ante la súbita conciencia de la atrocidad que acaba de cometer
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