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Annie Ernaux,Marc Marie

El uso de la foto

  • Marcia Ramoscompartió una citahace 9 meses
    La extrañeza de dormir por primera vez con un hombre. Pertenezco sin duda a la primera generación de mujeres que conocen más la sorpresa renovada de las camas aleatorias que la costumbre del lecho conyugal
  • Gabriel Galavizcompartió una citael año pasado
    los despojos de una fiesta ya remota. Reencontrarlos a la luz del día, era volver a sentir el tiempo.
  • Karelle Buendia Longoriacompartió una citael año pasado
    De esta foto, me gusta en especial el desorden: acabamos de desayunar, las sábanas están arrugadas, las almohadas cansadas. En la cama, justo delante del escritorio, sin duda la bata de seda negra de A., que lleva en otras dos fotos donde se la ve igualmente con su peluca.
  • Mireya Cerda Rodríguezcompartió una citahace 11 días
    En el parqué, sobrecogedora en primer plano, la misma bota de hombre que en la primera foto, de cuero negro, estilo Dr. Martens, con unos corchetes para cruzar los cordones, bostezando como una boca abierta.
  • Dulcecompartió una citael mes pasado
    Durante varios meses, nos conformamos con hacer fotos, mirarlas y acumularlas. La idea de escribir a partir de ellas surgió una noche cenando. No me acuerdo quién la tuvo el primero pero supimos inmediatamente que sentíamos el mismo deseo de darle forma. Como si lo que habíamos pensado hasta entonces como suficiente para conservar la huella de nuestros momentos amorosos, las fotos, no lo fuera, como si hiciera falta algo más, la escritura.

    De una primera selección de fotos, unas cuarenta, elegimos catorce y nos pusimos de acuerdo en que cada uno escribiría por su lado, con toda libertad, sin mostrar nada al otro antes de terminar, ni decirle siquiera una palabra al respecto. Esta regla fue rigurosamente respetada hasta el final.

    Con una excepción. Cuando empezamos las tomas, yo estaba en pleno tratamiento por un cáncer de pecho. Al escribir, enseguida se impuso en mí la necesidad de evocar «la otra escena», esa donde se jugaba en mi cuerpo, ausente de los clichés, el combate vago, sorprendente —«¿Es a mí, realmente a mí, a quien le está pasando esto?»—, entre la vida y la muerte. Se lo comenté a M. Él tampoco podía esconderlo, esencial en nuestra relación durante meses. Fue la única vez en la que hablamos del contenido de nuestras «composiciones», denominación espontánea, provisional, de nuestro proyecto, que se correspondía con lo que eran, en el doble sentido del término, para nosotros.

    No puedo definir el valor y el interés de nuestra empresa. En cierta manera, procede de la desenfrenada plasmación en imágenes de la existencia que, cada vez más, caracteriza la época. Foto, escritura, en ambos casos se trataba para nosotros de conferir más realidad a momentos de goce irrepresentables y fugitivos. El mayor grado de realidad, sin embargo, se alcanzará solamente si estas fotos escritas se transforman en otras escenas en la memoria y la imaginación de los lectores.
  • Dulcecompartió una citael mes pasado
    cuya punta descansa sobre una especie de trapo azul y blanco. Detrás del montón sombrío, una silla en una posición extraña, perpendicular a la mesa que sostiene un gran microondas, como si alguien, con la oreja pegada, hubiera estado escuchándolo, a la manera de una radio. El sol que entra por la ventana, al fondo, dibuja muescas luminosas en la piel de oso.

    En otra foto vertical de la misma escena, la luz, más intensa, alumbra el lavavajillas, la parte de la izquierda del fregadero con la botella de abono, la de lejía, y proyecta la ventana, larga y blanca, sobre las baldosas.

    No se ha recogido nada aquí, ni los vestigios de la comida ni los del amor. Dos desórdenes.

    He tardado bastante en identificar nuestra ropa, la suya, un albornoz de felpa, verde oscuro, la mía, una bata de seda sintética color ciruela, y en descifrar la inscripción de las zapatillas de casa: «Hotel Amigo». No sé lo que comimos la víspera por la noche, cuyos restos aparecen en el plato. Ni cuáles fueron nuestros gestos, ni nuestro goce.

    No hay nada en la foto de los olores a cocina por la mañana, mezcla de café y tostadas, de comida de gato, de aire de marzo. Nada de los ruidos, el encendido periódico del frigorífico, quizá el cortacésped de los vecinos, un avión en dirección a Roissy. Solo la luz que cae para siempre sobre las baldosas, las naranjas en la basura, el tapón verde de la botella de lejía. Todas las fotos son mudas, las tomadas al sol de la mañana más aún.
  • Dulcecompartió una citael mes pasado
    A la derecha de la foto, unos armarios de madera clara, un lavavajillas blanco. En la encimera, a cada lado del reluciente fregadero, unas bandejas apoyadas contra la pared, una tabla de cortar, diversos aparatos eléctricos, una botella de lejía con tapón verde, otra de abono para plantas verdes, un paquete de Whiskas, el mango negro en forma de cambio de marchas de un hervidor panzudo, una olla de hierro fundido, un plato con comida, un tupper abierto con su tapa roja al lado, como a punto de recibir los restos del plato, un trapo. En el suelo de baldosas —una especie de damero azul y beis, de los años 50—, cerca del armario de donde ha salido, un cubo lleno con mondas de naranjas exprimidas encima de más basura. Pegado al cubo, el charco sombrío formado por una prenda de vestir gruesa estirada en el damero de las baldosas como una piel de oso. Al lado una zapatilla blanca con una inscripción. A los pies del lavavajillas un montoncito de ropa arrugada, rojo violáceo, la otra zapatilla
  • Dulcecompartió una citael mes pasado
    ún viva cuando vine por primera vez a este hotel me parece inverosímil. Hubo pues un tiempo en que podía verla, oír su voz, tocarla, en que aún estaba con ella. No puedo imaginar ese tiempo. Quizá porque M. también estuvo en el hotel Amigo en 2001, entonces loco de dolor por la muerte de su propia madre, sobrevenida tres meses antes, y porque no puedo, en el mismo lugar, representarnos, a mí con mi madre viva, a él con la suya muerta, cuando catorce años separan sendas desapariciones. Porque hay demasiada ausencia de mi madre tras de mí.

    Las rosas rojas son las que me trajo él el sábado por la tarde. Se había ausentado durante más de una hora y yo pensaba que había salido para llamar por teléfono a la mujer a la que había dejado. Cuando le abrí la puerta, y lo vi con el ramo, me avergoncé de mis sospechas, como si las dos acciones —telefonear a otra mujer, regalarme flores— fueran incompatibles. Pero puede que hubiera llamado por teléfono y comprado flores.

    Fue en el cuarto de baño de aquella habitación donde me mostré por primera vez con el cráneo calvo. Estábamos juntos desde hacía siete semanas. Me dijo que me sentaba bien. Se fijó en que me empezaba a crecer el pelo, una minúscula pelusa de polluelo, blanca y negra. Yo aún no me había dado cuenta.

    Vi muchas fotos de mujeres rapadas a la Liberación. Hasta un día se me pidió que comentara algunas y había aceptado, pero el proyecto no se llevó a cabo por problemas de financiación. Me resultaba extraño parecerme a ellas ahora.
  • Dulcecompartió una citael mes pasado
    La foto se hizo el lunes por la mañana, poco tiempo antes de dejar la habitación. No es un paisaje de después del amor, es justo la imagen de una habitación en la que vivimos tres días y que sin duda no veremos nunca más, de la que olvidaremos la mayoría de los detalles. Como he olvidado casi todo —salvo la disposición de la cama con respecto a la ventana y la televisión— de la que ocupaba en este mismo hotel Amigo, en febrero de 1986, con Z.; mi madre iba a morir repentinamente dos meses después. Que estuviera
  • Dulcecompartió una citael mes pasado
    Una mañana, me levanté después de que M. se fuera. Cuando bajé y vi, dispersas por las baldosas del pasillo, al sol, las prendas de vestir, la ropa interior, los zapatos, sentí una impresión de dolor y belleza. Por primera vez, pensé que había que fotografiar todo aquello, ese conjunto nacido del deseo y el azar, condenado a la desaparición. Fui a bus
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