Así pues, Sarai se alzó sobre los dedos de sus pies y borró el último breve espacio entre sus rostros ruborizados. Sus pestañas se cerraron, miel roja y gato de río, y sus bocas, suaves y hambrientas, se encontraron y apenas tuvieron tiempo de tocarse y presionarse y abrirse muy muy dulcemente antes de que la primera luz de la mañana se colara por la ventana, tocara el ala oscura de la polilla en la frente de Lazlo y, en una nube de humo índigo, la aniquilara.