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Eugenio Díaz Castro

Manuela

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    Parte, alma cristiana, de este mundo”,
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    Dámaso! –balbuceó Manuela–, apretando la mano de su amigo: la justicia de la tierra nos ha sido contraria; pero esperemos la de Dios.

    –Sí –dijo el cura–, la de Dios es infalible, Manuela, entréguese usted a la misericordia infinita del Creador; renuncie a todas las cosas de la tierra, no piense sino en Dios...

    –Si no pensara yo en Dios –dijo Manuela–, ¿qué muerte sería la mía?

    –La conciencia de usted está pura...

    –Pero morir sin ser la esposa de Dámaso...
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    Dámaso –volvió a decir la infeliz Manuela–, le suplico que perdone al que nos ha perseguido, como Dios nos ha de perdonar a los dos.

    –¡Lo perdono! –respondió Dámaso, limpiándose las lágrimas que le brotaban al recuerdo de sus persecuciones.
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    Es verdad que en aquel momento no seducía la belleza de Manuela, sino que más bien asustaba por el riesgo de su próxima ruina.
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    Mida usted sus palabras –exclamó el cura horrorizado–. Usted ofende a la religión y al gobierno, haciendo entender que la parroquia no es sino una tribu de salvajes.
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    Si él ha sido, la ley lo castigará a su tiempo, no tenga usted cuidado.

    –Pero cual ley, ¿señor cura? La ley no castiga sino a los infelices en esta parroquia. Los gamonales, los atrevidos, los guapetones, ¿no se salen con todo lo que quieren? Yo he vivido desterrado un año entero; Manuela ha tenido trabajos como llovidos; se ha visto encausada, fugitiva, y últimamente atacada con las llamas al tiempo mismo de tomar estado, ¡y todo esto a esa pobre que no es capaz de hacerle mal a nadie! ¡Yo perdonaría al gamonal de la parroquia como cristiano, para cumplir con el Padre Nuestro, si las leyes lo castigaran, pero sabiendo que no hay leyes, ¿me pondré yo a perdonar? Si somos tiranizados por ser humildes y buenos cristianos, dejémonos ya de bondades, y hagamos lo que nuestros enemigos hacen.

    –Está usted muy equivocado, señor Dámaso, y usted desbarra como los hombres que no tienen religión, porque la pasión de la ira arde en el corazón de usted sobre la pasión del amor. Un joven como usted, arrebatado por las pasiones, no puede fallar sobre lo que le conviene, así como el enfermo de fiebre no puede recetarse a sí mismo sin riesgo de envenenarse. Si usted tuviera la virtud de la fortaleza, no estaría en este momento sometido a los embates del infortunio como una pluma lo está a la corriente del huracán; porque es la verdad, que si don Tadeo se le presenta en alguna parte, usted renuncia al casamiento con Manuela, por el amor a la venganza que lo llevaría a usted a un presidio o a un país lejano; ¡cuánto mejor sería que usted se dejase guiar por el dictamen de la prudencia que por el de la ira, que es la más brutal de todas las pasiones!
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    Entonces usted le pide a Dios que no lo perdone, porque usted dice: “perdónanos así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.
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    era ocasión de echar la casa por la ventana,
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    Al estrecharla, sintió el corazón candoroso de la joven que golpeaba bajo los encajes de su camisa, y ella pudo haber notado, si no estuviera tan triste, que el corazón de su huésped estaba también muy agitado.
  • Manuel Robledocompartió una citahace 2 años
    tan grande como el afecto que te profeso, y que te juro que durará tanto como mi vida.
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