los ojos negros de la muchacha estaban vueltos hacia el exterior del cuadro, y si alguien hubiese seguido la dirección de esa mirada y se hubiese introducido en su cabeza, no habría encontrado odio ni violencia, sino un charco de lágrimas, las lágrimas de una jovencita. Parecían implorar: «Amadme, abrazadme, perdonadme, no me dejéis sola, sobre todo no me dejéis crecer.» Lo que había detrás de aquella fachada de contrasentidos perturbadores era lo que toda niña pequeña siente cuando la ha maltratado un padre autoritario y ella sabe que cuando él esté borracho, de mal humor o atemorizado a su vez, la maltratará de nuevo.