Nos animaba a imaginar qué queríamos ser y dónde queríamos vivir cuando fuéramos grandes. Cuánto dinero tendríamos. Cuántos carros. Nos contaba sus sueños de vivir en otra ciudad, viajar por el mundo, tener una casa grandísima con alberca y cancha de tenis. La pregunta de si le gustaba el tenis o sabía jugar era irrelevante, así eran las casas ricas en la televisión. Durante horas, Vali describía escenarios fastuosos de una madurez boyante. Compras y viajes fuera de todo presupuesto. Alucinaciones propias de la clase bajísima. Yo escuchaba todo y le creía el doble. En algún lugar del universo eso era real, posible. Resultaba tan bello y seductor que debía ser así. El universo, el Dios de los cristianos, el Olimpo, Cthulhu, la existencia misma deberían permitirlo, luchar con su propia naturaleza para reservarle una posibilidad a todo aquello. Sería infinitamente triste, insoportablemente absurdo, imperdonablemente culero que sueños que ofrecían tanto consuelo no pudieran cumplirse.