Los físicos y Dios

La Ilustración pretendió un cambio drástico. Admitía a los deístas que buscaban un ser supremo mediante el uso de la razón y admitía a los ateos, pero rechazaba a los infelices teístas que creían en la verdad revelada. No sólo rechazaba a los clérigos, sino que los perseguía y los expulsaba. Las tradiciones religiosas no eran tolerables en el siglo de la razón. Y sin embargo, los grandes físicos del periodo ilustrado no siguieron los pasos esperados y exigidos por el autocomplaciente siglo. Estos serían los casos de Euler, Daniel Bernoulli o Gauss, teístas declarados.

Todos ellos fueron filósofos, muchos teólogos, empleando gran parte de su tiempo y su esfuerzo en estas materias. Para muchos físicos actuales esta amplitud de miras iría en detrimento del número de publicaciones. Pero ellos fueron físicos por ser filósofos. Y también fueron filósofos por ser físicos. O partieron de la filosofía o llegaron a ella.

En realidad, lo que decimos del carbono se puede decir de cualquier otro átomo. La insistencia de numerosos autores precisamente en el carbono se debe a que nuestra química como humanos se basa en el carbono, de ahí el nombre de principio “antrópico”. Pero también podríamos decir: existe el plomo, luego el universo debe ser tal que sea posible la existencia del plomo. La situación se suele comparar con la lotería. Si nos toca el premio entre un millón de papeletas, nos sorprende la feliz casualidad. Pero… a alguien le tuvo que tocar. Según la teoría de Hugh Everett (1930-1982), concebida para comprender el proceso de medida en la mecánica cuántica, podría interpretarse que todos estos universos posibles realmente existen, y sólo tenemos consciencia del nuestro.

Hace falta mucho tiempo para que se forme tanto carbono, aunque siga siendo un componente minoritario. ¿Cuánto tiempo? Unos 13,8 mil millones de años, la misma edad del universo, si se tiene en cuenta que la formación del carbono implica también la formación de sus componentes subatómicos. Este tiempo se convierte rápidamente en longitud: el universo observable tiene una dimensión de 13,8 mil millones de años-luz. En realidad, el razonamiento, esencialmente tautológico, se puede invertir: de la cantidad de carbono existente se puede, en principio, deducir la edad del universo.

Sólo podemos existir en un universo muy grande. Según Gribbin y Rees, “esta reflexión demuestra el poder del razonamiento antrópico. Solo por el hecho de que seamos una forma de vida basada en el carbono podemos deducir que el universo ha de tener un tamaño y una edad concretas”

Si la expansión hubiera sido más rápida, la densidad habría disminuido más rápido y la nucleosíntesis del helio no se hubiera producido. Como los neutrones fuera del núcleo son inestables (se desintegran en cosa de un cuarto de hora) nos habríamos quedado sin neutrones. Al contrario, si el enfriamiento hubiera sido más lento, las reacciones no se hubieran detenido y todo el universo sería de hierro: precisamente el hierro porque para producir elementos más pesados que el hierro las reacciones nucleares han de ser endotérmicas. Así que estaríamos en un universo o bien con sólo hidrógeno o bien con sólo hierro: en ambos casos, la formación de la vida sería impensable.

Una de las causas que mueve a muchos cosmólogos a desconfiar de la validez del principio antrópico es que habla de nosotros y de nuestro universo, empleando una egocéntrica primera persona del plural (menos mal que no ha sido del singular). No hablemos de nosotros, los humanos, pero sí que podemos hablar objetivamente de la vida, algo así como de seres vivos como extraordinarios lugares con bajísima entropía específica. Aunque no sea fácil de definir, se puede entender que la vida es algo que existe objetivamente en el universo. En el universo hay un CMB, hay estrellas de neutrones… y hay vida. Es algo objetivo. Las leyes o las constantes no pueden ser tales que impidan la formación del CMB, de las estrellas de neutrones… o de la vida.

Esta separación entre ciencia y fe se ha hecho muy recurrente entre los científicos actuales. Como un científico tiene un solo cerebro, es difícil este desdoblamiento. “Yo, como físico, pienso tal cosa; como persona, tal otra”. Esta actitud no es criticable, desde luego, pero contrasta con la de los físicos pretéritos que, por regla general, confesaron sin tapujos su fe o su falta de fe

No en excesivas ocasiones manifestó su fe, pero en las que lo hizo, Heisenberg fue contundente: “El primer sorbo de la copa de la ciencia te vuelve ateo, pero en el fondo del vaso Dios te está esperando”.

La religión era para Heisenberg la base de la ética: “Donde no se dejan ideales que guíen, que señalen el camino, la escala de valores desaparece y con ella el significado de nuestros actos y sufrimientos, y al final sólo puede venir la negación y la desesperación”. Para interpretar esta frase suya hay que tener presente que la Segunda Guerra Mundial había sometido el alma de Heisenberg a una es­­pantosa prueba, perseguido primero por los científicos nazis más fanáticos, como Johannes Stark (1874-1957), asumiendo después la responsabilidad de desarrollar una bomba atómica alemana, incomprendido por un anciano Bohr, antes su maestro y buen amigo.

Cuando buscaba concentración para su original desarrollo de la ciencia, se refugiaba en la naturaleza más bravía, se subía a peñascos imposibles en condiciones atmosféricas hostiles y allí buscaba la verdad el “boy scout”

“Los conceptos científicos existentes cubren siempre solo una parte muy limitada de la realidad”. La física moderna, al introducir ambigüedad sobre conceptos antes tan claros como materia, espacio, tiempo, causalidad, etc., había “abierto quizá la puerta a una visión más amplia sobre la relación entre la mente humana y la realidad”.