Isabel Allende

La Ciudad de las Bestias

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  • Sami Pintocompartió una citahace 7 años
    que era posible controlar el impulso de huida, atajar el alarido en el pecho, abrirse al sufrimiento sin oponerle resistencia, permitiendo que lo penetrara por completo hasta la última fibra de su ser y de su conciencia
  • Jess Trrscompartió una citahace 8 años
    Se puede aprender a ver con el corazón. Los chamanes como Walimaí también pueden tocar y hablar desde lejos, con el corazón —dijo Nadia
  • Mi-k Pintocompartió una citahace 8 años
    lo único que uno aprende es lo que uno averigua solo
  • Miguel Silvacompartió una citahace 4 años
    Cecilia Burns estaría tan perdida en la selva como Nadia Santos lo estaría en una ciudad. Cecilia se había desarrollado temprano y a los quince años ya era una joven mujer; él no era su único enamorado, todos los chicos de la escuela tenían las mismas fantasías. Nadia, en cambio, todavía era larga y angosta como un junco, sin formas femeninas, puro hueso y piel bronceada, un ser andrógino con olor a bosque. A pesar de su aspecto infantil, inspiraba respeto: poseía aplomo y dignidad. Tal vez porque carecía de hermanas o amigas de su edad, actuaba como un adulto; era seria, silenciosa, concentrada, no tenía la actitud chinchosa que a Alex tanto le molestaba de otras niñas. Detestaba cuando las chicas cuchicheaban y se reían entre ellas, se sentía inseguro, pensaba que se burlaban de él. «No hablamos siempre de ti, Alexander Cold, hay otros temas más interesantes», le había dicho una vez Cecilia Burns delante de toda la clase. Pensó que Nadia nunca lo humillaría de ese modo. El viejo chamán regresó unas horas más tarde, fresco y sereno como siempre, con dos palos untados en una resma similar a la que emplearon los indios para subir por los costados de la cascada. Anunció que había hallado la entrada a la montaña de los dioses y, después de ocultar el arco y las flechas, que no podrían usar, los invitó a seguirlo.
  • Miguel Silvacompartió una citahace 4 años
    Al atardecer, después de muchas horas de marcha, Walimaí indicó que podían descansar. Se introdujo al río con el agua hasta las rodillas, inmóvil y silencioso, hasta que los peces olvidaron su presencia y empezaron a rondarlo. Cuando tuvo una presa al alcance de su arma, la ensartó con su corta lanza y entregó a Nadia un hermoso pez plateado, todavía coleando.

    —¿Cómo lo hace con tanta facilidad? —quiso saber Alex, humillado por sus fracasos anteriores.

    —Le pide permiso al pez, le explica que debe matarlo por necesidad; después le da las gracias por ofrecer su vida para que nosotros vivamos —aclaró la chica.

    Alexander pensó que al principio del viaje se hubiera reído de la idea, pero ahora escuchaba con atención lo que decía su amiga.

    —El pez entiende porque antes se comió a otros; ahora es su turno de ser comido. Así son las cosas —añadió ella.
  • Miguel Silvacompartió una citahace 4 años
    Lo único que los atajaba de explotar las minas con chorros de agua a presión capaces de pulverizar el bosque y transformar el paisaje en un lodazal eran las nuevas leyes de protección del medio ambiente y de los indígenas. Las primeras se violaban constantemente, pero ya no era tan fácil hacer lo mismo con las segundas, porque los ojos del mundo estaban puestos en esos indios del Amazonas, últimos sobrevivientes de la Edad de Piedra. Ya no podían exterminarlos a bala y fuego, como habían hecho hasta hacía muy pocos años, sin provocar una reacción internacional.
  • Miguel Silvacompartió una citahace 4 años
    Al día siguiente el joven estaba magullado y en cada picadura de hormiga lucía una pepa roja, pero estaba en pie y con apetito. Cuando le contó su experiencia a Nadia, ella le dijo que las niñas de la tribu no pasaban por una ceremonia de iniciación, porque no la necesitaban; las mujeres saben cuándo han dejado atrás la niñez porque su cuerpo sangra y así les avisa.
  • Miguel Silvacompartió una citahace 4 años
    A veces no nacían suficientes niñas en una generación, entonces los hombres partían en largas excursiones en busca de esposas. Por su parte, las muchachas de la aldea podían encontrar marido durante las raras ocasiones en que visitaban otras regiones. También se mezclaban adoptando familias de otras tribus, abandonadas después de una batalla, porque un grupo muy pequeño no podía sobrevivir en la selva. De vez en cuando había que declarar la guerra a otro shabono, así se hacían fuertes los guerreros y se intercambiaban parejas. Era muy triste cuando los jóvenes se despedían para ir a vivir en otra tribu, porque muy raramente volvían a ver a su familia. La gente de la neblina guardaba celosamente el secreto de su aldea, para defenderse de ser atacados y de las costumbres de los forasteros. Habían vivido igual durante miles de años y no deseaban cambiar. En el interior de las chozas había muy poco: hamacas, calabazas, hachas de piedra, cuchillos de dientes o garras, varios animales domésticos, que pertenecían a la comunidad y entraban y salían a gusto. En el dormitorio de los solteros se guardaban arcos, flechas, cerbatanas y dardos. No había nada superfluo, tampoco objetos de arte, sólo lo esencial para la estricta supervivencia y el resto lo proveía la naturaleza. Alexander Cold no vio ni un solo objeto de metal que indicara contacto con el mundo exterior y recordó cómo la gente de la neblina no había tocado los regalos colgados por César Santos para atraerlos. En eso también se diferenciaba de las otras tribus de la región, que sucumbían una a una a la codicia por el acero y otros bienes de los forasteros.
  • Miguel Silvacompartió una citahace 4 años
    Nadia averiguó que entre la gente de la neblina era común tener varias esposas o varios maridos; nadie se quedaba solo. Si un hombre moría, sus hijos y esposas eran de inmediato adoptados por otro que pudiera protegerlos y proveer para ellos. Ése era el caso de Tahama, quien debía ser buen cazador, porque tenía la responsabilidad de varias mujeres y una docena de criaturas. A su vez una madre, cuyo esposo era un mal cazador, podía conseguir otros maridos para que la ayudaran a alimentar a sus hijos. Los padres solían prometer en matrimonio a las niñas cuando nacían, pero ninguna muchacha era obligada a casarse o a permanecer junto a un hombre contra su voluntad. El abuso contra mujeres y niños era tabú y quien lo violaba perdía a su familia y quedaba condenado a dormir solo, porque tampoco era aceptado en la choza de los solteros. El único castigo entre la gente de la neblina era el aislamiento: nada temían tanto como ser excluidos de la comunidad. Por lo demás, la idea de premio y castigo no existía entre ellos; los niños aprendían imitando a los adultos, porque si no lo hacían estaban destinados a perecer. Debían aprender a cazar, pescar, plantar y cosechar, respetar a la naturaleza y a los demás, ayudar, mantener su puesto en la aldea. Cada uno aprendía con su propio ritmo y de acuerdo a su capacidad.
  • Miguel Silvacompartió una citahace 4 años
    César Santos le había contado que los indios comen cuando pueden —no siempre cada día— y su organismo está acostumbrado a almacenar energía; él, en cambio, había tenido siempre el refrigerador de su casa atiborrado de alimentos, al menos mientras su madre estuvo sana, y si alguna vez debía saltarse una comida le daba fatiga
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