Benjamin Black

Los lobos de Praga

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La más pura esencia del mejor Banville y el mejor Black, Premio Príncipe de Asturias, en una oscura novela negra histórica.
«La voluble musa de la historia casi ha borrado el nombre de Christian Stern de sus páginas eternas, aunque a menudo he tenido razones para pensar que habría sido mucho mejor para mí no haber aparecido nunca en ellas.»
Christian Stern, un joven alquimista, erudito y ambicioso, llega a Praga en el amargo invierno de 1599 con la intención de hacer fortuna en la corte del Sacro Emperador Romano, el excéntrico Rodolfo II, sobrino de Felipe II. La noche de su llegada, borracho y perdido, Christian tropieza en el Callejón del Oro, junto al castillo, con el cuerpo de una joven tendido en la nieve. Vestida de terciopelo y con gorguera de encaje, luce en el pecho un gran medallón de oro y un profundo tajo a lo largo del cuello.
Christian entrará al servicio del emperador, quien pronto le confía la tarea de resolver el misterio del asesinato, pero a medida que se acerca a la verdad advierte que su propia vida está en grave peligro.
Los lobos de Praga es la más pura esencia del mejor Banville y el mejor Black, y ofrece al mismo tiempo un fascinante retrato de una ciudad mágica y de una época perdida.
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340 páginas impresas
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Citas

  • Lalo Hdezcompartió una citahace 2 años
    Wenzel era un fanático, uno de los implacables vengadores de Dios por decisión propia. Uno de esos hombres de la más peligrosa calaña, que se aman y se odian al mismo tiempo.
  • Lalo Hdezcompartió una citahace 2 años
    —¿Me llevaréis a Praga? —preguntó entrelazando sus dedos con los míos con tanta fuerza como si quisiera rompérmelos—. Llevadme —dijo con ferocidad, mirándome a los ojos—. Llevadme con vos.
  • Lalo Hdezcompartió una citahace 2 años
    Las cenas como esa acostumbraban ser especialmente turbulentas; los comensales eran una chusma fastuosamente ataviada —¡tanto satén y seda, tantas pieles fabulosas!— que gritaban y aullaban como una jauría de perros hambrientos, y se lanzaban huesos roídos y cortezas de pan unos a otros. No era raro que llegasen a las manos, a veces con tanta violencia que había que llamar a la guardia imperial para restaurar un mínimo de orden.
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