La colisión del meteorito produjo una onda radiactiva que afectó la anatomía de las especies sobrevivientes, entre las cuales figuraba un crustáceo que había pasado desapercibido hasta entonces y estaba llamado a desempeñar un papel fundamental en las metamorfosis de la materia viva. Este crustáceo, para ser más exacto una especie de cangrejo que había logrado resistir a la hecatombe alimentándose de algas podridas, mutó. De pronto, el caparazón se resquebrajó, dejando asomar un animal con pelos, orejas y tetillas: el primer mamífero.
Los mamíferos sobrevivieron a la era glacial, ovillados en las penumbras de una caverna, dándose calor unos a otros, comiendo musgo y excrementos. Cuando la temperatura subió unos 60 °F y los hielos comenzaron a derretirse, una de estas criaturas se atrevió a asomar el hocico y salió de la guarida a dar un paseo. Al constatar que el mundo era de nuevo un jardín, con toda suerte de plantas, árboles y flores, emitió un chillido, dando la señal a sus congéneres.
De las madrigueras, surgieron miles de ardillas que se echaron a correr por las praderas, trepándose a los avellanos, castaños y nogales con gran agilidad. Dotadas de una vida sexual frenética y un gran poder de seducción, fácilmente adaptables a todos los nichos ecológicos, las ardillas se convirtieron en las soberanas del mundo, gracias a su increíble capacidad de transformación.