—¿No lo ves? —continuó la Bestia, acercándosela para que pudiera inhalar su olor, sentir su pelo rozando su piel mientras unía su frente con la suya—. Tú eres lo que más quiero de este mundo y volviste a mí. Yeva… tú eres mi Pájaro de Fuego.
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«Te llamaré Bella —dijo la Bestia—, pues eso es lo que eres».
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—Dejaste que el hombre tomara el control —la corrigió Lamia— y te diera su corazón. —Levantó una mano lánguida y se pasó los dedos por la larga melena de modo que cayera despacio, describiendo la forma del ala de un dragón en el aire—.
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Su rostro todavía insinuaba al lobo, pero su naturaleza, lo que era en realidad, era Eoven y no la Bestia. Tú lo provocaste.
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—El Pájaro de Fuego lo convirtió en un ser de dos naturalezas —continuó Lamia—, y tú lo transformaste en dos seres luchando por un único corazón.
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Su Bestia era el príncipe Iván. Y la presa que necesitaba que ella cazara para que rompiera la maldición era el Pájaro de Fuego, la criatura de los cuentos de su padre que siempre había sido la preferida de Yeva.
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Se ha ido para siempre.
Soy el lobo.
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—Qué triste suena —dijo la pequeña Bella.
—¿Por qué está triste? —preguntó su padre.
—Porque está solo.
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No podía ignorar la idea de que la Bestia la necesitaba.