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Ana Clavel

Las Ninfas A Veces Sonríen

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  • Jaqueline Hernándezcompartió una citahace 4 años
    Así que me había visto, tocado, manoseado sin que yo me diera cuenta. Supe entonces que la violación comienza con la mirada... Y los piropos, como las flores, los poemas y las canciones, son una forma de sublimarla
  • Jaqueline Hernándezcompartió una citahace 4 años
    Este hombre despierta mi hombre. Llega tarde a la cena de autores a la que he sido invitada. Inapetente, apenas si he tocado un par de bocadillos. Saluda y entre el alboroto, queda a mi lado. Es sencillamente un encantador. Toca su flauta y ya me bamboleo y salgo de la cesta. Su olor me abre.

    Platicamos sin ocuparnos de los otros: de las anguilas que discurren ciegas por su deseo en un libro de Cortázar, de los mingitorios del Bar del Diego “tan inodoros y límpidos que se podría beber agua de ellos”.

    De pronto me pasa la mano por debajo de la mesa. Descubre el bulto que sólo para algunos me crece. “No sabía que las mujeres tuvieran pene”, susurra a mi oído. Siento la presión en la entrepierna, casi dolorosa, y le sonrío porque también ha despertado mi hambre. Un camarero coloca un plato de cerezas y ambrosía en la mesa. Tomo uno de los frutos entre mis dedos y, golosa, comienzo a devorarlo.

    Mi hombre se levanta y se dirige al baño. Luego de unos segundos en que contesto una pregunta de otro de los invitados, me excuso para ir al tocador. Abro el que no me corresponde. Ahí está mi hombre. No se sorprende al verme pero tiembla y se sonroja con una fiebre repentina. Me aproximo a él y le acaricio sus tímidos senos de doncella encantada. Por fin despiertan. Le digo: “Vaya, vaya... están crecidos” y me inclino a sorberlos.

    Mi hombre gime rotundamente abierto. Con urgencia, palpa otra vez mi bulto de fauno, cada vez más hambriento. Ahora sus ojos son una súplica ardiente. Entonces le ordeno: “Date la vuelta”. Sus manos se apoyan en el borde del mingitorio mientras le confieso: “Ahora sí, voy a comerte...”.
  • Jaqueline Hernándezcompartió una citahace 4 años
    Yo, diosa, capullo, fuente, declaro: he amado a este hombre desde toda la eternidad —aunque, sobra decirlo, acabo de conocerlo—. Apenas intenta sentarse a mi lado en el avión con su portafolios incluido y ya conozco la gravedad con que se toma las cosas importantes, sus trabajos de Hércules contemporáneo, cuando su corbata pregunta: “¿Puedo aterrizar a su lado?” Le sonrío apenada porque tendré que quitar todo mi tinglado del asiento y apresurarme para que no descubra un pedazo de pan con miel y ambrosía que he dejado envuelto en una servilleta por si me apremiaba el hambre. ¿Aterrizar ha dicho? Dudo un instante. Pero si yo sé que debajo del traje lleva alas. ¿Empleó la palabra para el asiento o para mi cuerpo?

    Su sonrisa me convence. Entre ambos ponemos orden, recogemos las migas y por fin se cala el cinturón de seguridad. Apenas a tiempo antes de las turbulencias. Entonces su mirada se vuelve un naufragio que urge mi mano. Se ha transformado de súbito de héroe disfrazado en traje de oficina en un chiquillo: le tiendo la mano y comienza a apretarme como si fuera yo su única salvación. Cierro los ojos mientras el vértigo me crea remolinos por dentro. En el bamboleo el héroe a quien he amado desde toda la eternidad roza sus labios en mi pelo. Abro los ojos: su nariz me apunta excitada. Sigue apretándome. Casi grito cuando un tumbo del avión nos hace brincar de los asientos.

    Por fin regresa la calma. El avión se desliza para aterrizar. Cuando la azafata nos comunica que ya podemos quitarnos los cinturones, el hombre de mi vida me planta de súbito un beso en la mejilla y me da las gracias. Toma su portafolios y se aleja antes que los otros pasajeros comiencen a levantarse. Su figura se pierde en el pasillo.

    Veo su asiento vacío a mi lado. Se ha dejado una pluma fuente que debió de salírsele del saco. La acaricio y la hago manar tinta sobre mi palma.

    Es todo lo que me resta del mítico hombre a quien he amado desde toda la eternidad
  • Jaqueline Hernándezcompartió una citahace 4 años
    —¿Y qué piensas de la virginidad?

    Me di cuenta de que me la adjudicaba como una marca indeleble. Escurridiza, quién era él para hurgar en mis laberintos sin mi permiso, le respondí:

    —¿Por qué lo preguntas? ¿Es que te gustaría perderla conmigo?

    Me miró con furia y la dulzura del laúd se templó con embestidas y violencia. Pura ansia de dominio y entrega. Fue también un duelo de ojos abiertos. Yo no quería dejar escapar la victoria sin mirarla en su goce. Entonces, cuando el relámpago se descargó en su interior, mi bardo ajeno cerró los ojos completamente cegado. Vi cómo su rostro se dulcificaba y sentí a mi vez la alegría de los paraísos primeros. Nos mantuvimos unidos un tiempo que quedó anulado en gerundios, sin prisas, sin pronombres.

    —¿Cómo supiste mi secreto? —me preguntó por fin cuando ya nos habíamos separado y tanteaba en el pajar sus calzas y el jubón.

    Lancé un suspiro sobre su espalda desnuda, donde una brizna de paja hubiera podido pasar por una pluma recién nacida. Muy docto, muy bardo de otras tierras y otras damas, y no se había percatado.

    —¿Es que no lo sabes? Siempre somos vírgenes..
  • Jaqueline Hernándezcompartió una citahace 4 años
    En ese entonces le daba por tocarme todo el tiempo. Era un bardo de un mundo ajeno. Asistía como yo a las tertulias de artes trovadorescas que se organizaban en el Palacio Central. Ahí llevé mis primeros cuadernos de noche, poblados de sueños y constelaciones: los deslumbramientos iniciales, los más recientes llamados de la sombra. Él se mostraba ligeramente interesado: me miraba desde sus lentes de microscopio y se mordía los pelillos del bigote en una mueca extraña y autodevoradora como si se estuviera comiendo sus propios labios. No me lo dijo frente a todos, sino después, cuando se ofreció a acompañarme en el trayecto a mi casa. Se sorprendía de que siendo una simple ninfeta tuviera tal poder con las palabras. Lo miré desde el remolino de mis aguas mansas. No lo sabía él, pero yo era una diosa arcaica. Bastaba que escribiera “luz” para que el mundo se deshiciera en paraísos trémulos e inexplorados.
  • Jaqueline Hernándezcompartió una citahace 4 años
    Tomadas de la mano parecíamos un par de enamoradas. Las ninfas siempre despiertan desasosiego pero debo reconocer que Perla se llevaba los laureles y el mirto. Aunque hubiera que rellenarle más el sostén, o acomodarle el bulto de la entrepierna para que su vientre luciera plano. Los sátiros la miraban y ya no tenían reposo. Los otros dioses desempolvaban disfraces y metamorfosis para atisbarla mejor. Y por supuesto llegó el día en que un águila de legendaria memoria descendió hasta ella y la estupró. “No hay mayor placer que el del abismo. Disolverse. Dejarse horadar...”, me confesaría después como la buena amiga, la melliza de sí misma, la hermafrodita que a fin de cuentas era.
  • Jaqueline Hernándezcompartió una citahace 4 años
    Frente a mí una mascada luminosa se hundía en el agua con la indiferencia de una puesta de sol. Toda labios atrapaba la tela húmeda para refrescarme una sed no sospechada. Apenas jalar y una línea de tensión dibujaba una mascada en abandono a su nuevo destino. Pero a punto de salir algo la detenía. Jalé más fuerte sólo para reconocer las patas de un insecto prendidas a su luminosidad engañosa. El insecto se resolvía en mariposa. Repentinamente sus alas doradas agitaron una agonía en el filo del agua, rebelándose contra la muerte que es toda entrega. También en mí un impulso que no era voluntad sino abandono y obediencia me llevaba a jalar nuevamente con los labios. Lenguas habían decretado que el polvo de las alas de una mariposa ciega. Esas maldiciones no me alcanzaron: mis ojos desaparecieron y no fui sino un pliegue de mis propios labios, esforzándome por preservar intacto el oro de sus alas para que luego encandilara y cegara a otros. Jalaba, entonces, la mascada-mariposa pero cuando estaba a punto de sacarla del agua, algo volvía a retenerla. Seguí tirando sólo para descubrir la boca de un pez que aprisionaba un ala de la mariposa. Desde una profundidad abisal, los ojos membranosos del pez provocaban una repulsión que hipnotizaba. Descubría entonces, fascinada, que se trataba de mi propio rostro.
  • Jaqueline Hernándezcompartió una citahace 4 años
    (De hecho, si levanto la vista ahí está ella contemplándome desde la superficie acuosa del espejo. Ahora sólo espero, quietecita a que sus manos se extiendan para desabotonarme la blusa y la falda del colegio. Cada dedo que me roza va probando mi condición de estatua de marfil. Uno, dos y tres, así, el que se mueva pierde el fin. Inesperadamente expertos, sus dedos despiertan abismos sutiles de la piel. Un gemido, de uno u otro lado del cristal, provoca que el espejo tiemble y se estremezca en ondas inusitadas. Ella está ya por salir, pequeña Anadiomene del manso oleaje mercurial. Su belleza me lleva a doblar el cuello, a dejar caer lo que resta de ropa. Los menudos hombros al aire, un tibio pudor y orgullo también. Entonces imploro: primo Narciso fragante, no permitas que muera sin tus flores. Ya ella se aproxima. Deposita el beso de su mirada en la punta de mis pudores. Ahora soy yo la imagen del espejo que se remueve en ondas de placer acuoso. Más... más... Sus palmas extendidas y mis manos, su boca y mis labios, su lengua y mi saliva, sus senos en mi pecho. Bebo en su aliento el olor dulce y acre de mi sangre.)
  • Jaqueline Hernándezcompartió una citahace 4 años
    Me observaba con embeleso, veía mis ojos rasgados, las cejas bien dibujadas, el afilado óvalo del conjunto, los labios carnosos que se parecían a los del soberano padre. Me gustaban tanto mis labios que probaba a acariciarlos con la punta de la lengua y a mordérmelos hasta que se amorataban como una ciruela recién mordida. También probaba a peinarme de diferentes modos, a asumir poses de estatua del templo, a probarme las túnicas y peplos de mis hermanas mayores. Para que dejara de contemplarme, me habían contado la historia de un primo lejano: Narciso, moribundo de amor por su propia imagen. También probaron a decirme que mis labios podían corregirse si metía un poco el labio superior hacia adentro: “Podrías tener una boca de efigie clásica”. Yo las miraba como si estuvieran locas y les respondía: “Mira tú lo que puede hacer la envidia. Ustedes tienen boca de pez, todo lo que me digan será al revés”. Y me mantenía fiel a mi culto. Debo confesarlo: mi mirada en el espejo era el más amoroso y violento de los besos.
  • Jaqueline Hernándezcompartió una citahace 4 años
    En una ocasión estaba yo encadenada a un acantilado. Una bestia marina saldría de las profundidades clamando por mi sangre, pero los céfiros me tranquilizaban: un jinete alado vendría a rescatarme. Ya emergía la monstruosidad con su cuerno de unicornio escamado, ya me revolvía yo medio cuerpo fuera de la tina, contra la piedra inclemente a la que cadenas me tenían esposada, ya la bestia se relamía los bigotes saboreando la carne nacarada de su víctima, ya gritaba yo a los impertérritos cielos excitada por el juego y la espera. Entonces apareció David entornando la puerta del baño pero en vez de la honda que lo caracterizaba, traía un yelmo cobrizo, una espada fulgente en la diestra y calzaba unos tenis grises pero alados. Con la punta de la espada apartó la cortina de humo y enfrentó a la fiera. Se quedó petrificado como si hubiera visto el rostro del abismo. Articuló en un hilo de voz: “Sólo estaba jugando con Serafín Cordero y los otros delfines a las escondidas...”. Yo seguía con los brazos en alto, las manos sujetas por grilletes. “¿Qué te pasa? ¿No puedes moverte?”, preguntó mi héroe todavía asustado. Apenas un susurro, le solicité indefensa: “¿Podrías quitarme las cadenas?”. Pero él no se atrevía a moverse. “Nunca he estado cerca de una mujer desnuda”, repuso al fin. Me deshice yo sola de cadenas y grilletes y tomé su rostro en mis manos. Entonces le dije: “Pues yo nunca había estado con un héroe de a de veras”. Por supuesto, salió corriendo tan pronto lo besé.
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