Me llenó el pecho de promesas: no tendremos secretos, seremos unas versiones mejoradas de nosotras mismas, te voy a querer como en las canciones de amor, vamos a tener el tiempo de nuestra vida.
Y yo, me lo creí. Me lo creí porque me lo quería creer, porque si me lo hubieran contado de otra lo hubiera dado por falso, pero no era otra, era yo, y ella, las dos, juntas, y me lo creí, y le di un abrazo, y un beso, y cuando nos separamos juraría que se me estaba cayendo una lágrima. Pero esta vez de felicidad.
Vuelta al filtro rosa. Todo era maravilloso, fantástico y genial, y yo no andaba, flotaba por las calles de tan enamorada que estaba. Me sentía la mujer más afortunada del mundo, y no era para menos: tenía una novia estupenda que bebía los vientos por mi, y yo por ella, y que además me comprendía con sólo una mirada, tanta era nuestra conexión.
La admiraba. La admiraba profundamente. Creo de verdad que una de las bases para estar enamorada de alguien es admirarla. Ya sean sus valores, sus capacidades, su personalidad, lo que sea. Pero la admiración es básica. No estás prendada de alguien si no lo miras y no puedes reprimir una sonrisa y un suspiro.