El trinar de los pájaros anunciaba que en pocos minutos el día comenzaría. Hacía ya muchos años que Julio había archivado su despertador. Es que la vida en el campo tiene sus tiempos, a veces canta algún gallo lejano, otras veces el ruido cansino del molino que se mezcla con el ulular del viento entre los árboles. Es el ritmo de la vida misma, que nace de la naturaleza, el que despierta a las personas.
Un rayo de sol, que logró filtrarse por una vieja hendija de la persiana, golpeó en la cara de Julio, quién, por costumbre, miró su reloj, aunque ya bien sabía debían ser las siete de la mañana, remoloneó unos segundos en las sábanas y luego impulsado por una energía inusual para sus sesenta y siete años, saltó de la cama. El espejo de la cómoda de roble oscuro le recordó que la mañana anterior no se había afeitado, y aunque no lo necesitaba, ya que su laboratorio estaba en su propia casa, y en los últimos años había salido muy poco, solo lo necesario e indispensable, aún le incomodaba la barba, tal vez era un inconsciente reflejo de sus épocas de catedrático en la universidad, donde disfrutaba de sus clases y según sus creencias, un profesor…debía parecer un profesor. (…)