Felisberto Hernández es ese escritor iconoclasta e inexplorado de la literatura hispanoamericana, o lo que es lo mismo, el francotirador que no se parece a nadie, como manifiesta Italo Calvino en el prólogo a las Obras Completas de Felisberto, publicadas por la Editorial Ayacucho. La casa inundada, relato escrito en la década de los años 50 del pasado siglo, se publica en Montevideo en 1960. Parece ser que durante años trató de reescribirlo, y, según las investigaciones de Norah Giraldi, lo finalizó poco antes de morir, en 1963. Esta versión última fue hallada en el archivo de su amigo Alcides Giraldi. Obra madura y atiborrada de imágenes arquetípicas, consigue introducir al lector en un subrepticio universo acuático donde el rastro enriquecedor y destructivo del agua se simultanean con pericia creativa e inquietante. El relato se construye a partir de la excentricidad de Margarita, una extraña mujer que se hace edificar una casa para inundarla y para habitarla junto con sus sirvientes, y que contrata los servicios de un escritor (un «sonámbulo de confianza») para que sea su remero y escuche sus confidencias. Margarita, sólida, consistente, carnosa, ocupa todo un espacio aleatorio que origina la fluidez de su propio devenir. Nos estremece a todos y trastorna al tímido narrador-autor con su rareza y con una vida-bisagra que no acabamos nunca de conocer. Pero el protagonismo de Margarita se entrelaza directamente con el del narrador (del que apenas conocemos nada) cuando éste comienza a acomodar la voz a la imagen ostentosa de la mujer. Con estos elementos, Felisberto elabora un metalenguaje propio —una forma de obrar que es característica en su producción—, mediante el cual la música es parte inherente y substancial en la mayoría de sus historias o, como opina la especialista en su obra, Norah Giraldi: «Máscara o metáfora esencial del universo de palabras que él creó, la imagen musical es el pretexto de una búsqueda narrativa que se acerca y se aleja de lo perdido, en cada cuento, dando lugar a un estilo singular y a una preferencia por lo inacabado que hace introducir sucesivas variaciones al tema inicial» La elección de un marco acuático como escenario de su historia, propone esta sutil y fascinante proximidad a lo musical. Agua y misterio, música y espiritualidad son mundos muy próximos conectados por vasos comunicantes. El mestizaje entre música y literatura se explicita además, en el propio título del relato, cercano a ciertas composiciones de Debussy, músico al que Felisberto admiraba. El culto al agua es el espacio centralizador que curiosea más allá del deseo de sus personajes, un espacio que se autonomiza, que se convierte en una metáfora del deseo. El agua, uno de los cuatro elementos de la fisiología medieval según la cual el cuerpo contenía cuatro clases de fluidos que determinaban el temperamento del hombre, es fuente de vida y fuente de muerte, crea y destruye en la tradición judía y cristiana. Es un símbolo cosmogónico que purifica y nos introduce en lo eterno y es a su vez el símbolo de la dualidad por excelencia. Y así lo narra el autor. Por otra parte, es el hilo conductor que vincula a los personajes y a sus recuerdos en muecas ceremoniosas y que encadena historias paralelas: «Al día siguiente recibí su voz por teléfono y tuve la impresión de que me comunicaba con una conciencia de otro mundo. Me dijo que me invitaba para el atardecer a una sesión de homenaje al agua. Al atardecer yo oí el ruido de las budineras, con las corridas de María, y confirmé mis temores: tendría que acompañarla en su velorio» Los sucesos flotan en la historia como el pan que con ironía sutil se desliza por el «piso del agua» de la casa, no hay por tanto una historia que acontezca. Cosas y objetos se vinculan secretamente, donde lo cotidiano y lo extraordinario se alían en reflexiones abstractas, se difumina por tanto la diferencia entre lo real y lo imaginario que observado por un narrador-personaje, no muestra extrañeza ante lo absurdo, un «[…] yo desganado, inoperante, con una voluntad menguada, sin designio y sin diseño, esa conciencia errática que no consigue controlar la actividad mental, que cuando quiere esclarecer su trabazón se desquicia […]» Ilustración de Julián Gutiérrez Vallejo El final de la historia rehuye cualquier estructura lógica y convencional, quizás, deliberadamente. Éste empieza a acontecer casi desde el inicio, se desgrana lentamente a pesar de los esfuerzos de un narrador que intenta convencernos de que lo sabe todo pero que en modo alguno controla el futuro o el pasado de los personajes. De este modo, el final queda diluido, sin redondear, lo cual si bien no resulta ortodoxo desde el punto de vista canónico, constituye una de las constantes que mejor caracterizan la obra de este autor. Felisberto no es un escritor lineal y sus textos son reiteradamente irresolutos con hechos que trastornan el contexto normal. De hecho, el mismo autor nos da algunas claves para entender su peculiar forma de proceder en su Explicación falsa de mis cuentos. Así, al margen de los preceptos convencionales, la obra de Felisberto se articula en torno a desplazamientos semánticos y vaivenes sintácticos que constituyen un esqueleto narrativo que varia permanentemente y que se manifiesta como una característica propia en general: «Ese deslizamiento a la vez natural y subrepticio que de entrada hace pasar un relato gris y casi costumbrista a otros estratos donde está esperando la otredad vertiginosa, sólo puede ser sentido y seguido por lectores dispuestos a renunciar a lo lineal, a la mera rareza de una narración donde suceden cosas insólitas. Si algo tienen los cuentos de Felisberto es que no son insólitos, en la medida en que su infaltable protagonista es también infaltablemente fiel a su propia visión y no hace el menor esfuerzo por explicarla, por tender puentes de palabras que ayuden a compartirla» En definitiva, la historia de la señora Margarita y la del protagonista-narrador acaban confluyendo en una, en la medida en que éste se siente cada vez más atraído e inmerso en la exaltación acuática que practica la oronda mujer. «[…] el agua se iba presentando como el espíritu de una religión que nos sorprendiera en formas diferentes, y los pecados, en esa agua, tenían otro sentido y no importaba tanto su significado. El sentimiento de una religión del agua era cada vez más fuerte. Aunque la señora Margarita y yo éramos los únicos fieles…» Sin embargo, este nexo entre ambos dura poco y los difusos sentimientos del sonámbulo narrador terminan por adueñarse del relato: «Al dar la vuelta la puerta de zaguán miré hacia atrás y vi a la señora Margarita con los ojos clavados en mí como si yo hubiera sido una budinera más que le diera la esperanza de revelarle algún secreto». Con esta separación frustrante y definitiva descubrimos, finalmente, lo que el autor está intentando señalarnos, palabras que pone en boca del sonámbulo como si las emitieran sus propios labios: «Yo estaba destinado a encontrarme sólo con una parte de las personas, y además por poco tiempo y como si yo fuera un viajero distraído que tampoco supiera dónde iba».ros procesados: 5412 R