Un Cadáver En La Biblioteca

onway Jefferson frunció aún más el entrecejo. Gruñó, con incredulidad:

—Intuición femenina, supongo.

Y era escéptico su tono.

—No; ella no lo llama así. Pretende que se trata de conocimientos especializados.

—¿Pudieron tomar el número del coche?

—No, señor; pero podemos identificarlo, naturalmente, por el número del motor. Creen que es un Minoan 14.

Hay hombres así… hombres que parecen completamente cuerdos, pero que atraen con añagazas a muchachas… a veces niños… para quitarles la vida después. Supongo que son crímenes de origen sexual en realidad.

»Cada día le cobré más afecto a Rubi, y decidí, señores, adoptarla legalmente. Se convertiría, según la Ley, en hija mía.

—Ya lo creo que sí. ¿Le gustan las novelas policíacas? A mí, sí. Las leo todas. Y tengo el autógrafo de Dorothy Sayers, y de Agatha Christie, y de Dickinson Carr, y de H. C. Bailey. ¿Se publicará el asesinato en los periódicos?

—Si, sí, claro… Es difícil recordar las cosas, ¿verdad? Vamos a ver… Nada me extrañaría que hubiese entrado en el bar a echar un trago.

—¿Entró usted en el bar a echar un trago?

Pero sí que creo definitivamente que el pensar en esa muchacha, en Rubi Keene, la enfurece. Y aquí lo interesante es saber… ¿por qué?

—¿Que si ha sucedido algo? —exclamó la señora, repitiendo la pregunta con gesto dramático—. ¡El más horrible escándalo! Ninguno de nosotros tenía la menor idea de ello. Una mujer depravada, completamente desnuda, estrangulada sobre la alfombra, ante la chimenea del coronel Bantry.

Las muchachas de dieciocho años son todas tan tontas…

—Oh, sí. Aunque, francamente, Rubi no era muy brillante en su conversación. Era un poco sosa. Caía mejor entre los jóvenes.