Si un rey fuera tan despreciado por los suyos o tan odiado que no pueda mantenerlos en la obediencia a no ser que los atropelle con vejámenes, con la exacción, con el decomiso, y los reduzca a la mendicidad, más le valdría renunciar a su reinado que conservarlo por estos métodos, pues, aunque retenga con ellos el mando nominal, se despoja de su majestad.