Germán Espinosa

La tejedora de coronas

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    se dijo cuan ridícula es la vida, y cuan ridícula será mi muerte, se dijo muchas cosas que dejaron muy mal parados al cielo y a la tierra, porque la proximidad de la muerte es peor que la muerte misma, ello claro refiriéndonos a la propia, que la de otros puede ser a veces más dolorosa, no sé cuál de tantas lo fue más para mí, pero una hubo, ah, sí, aquella muerte que nunca pude discernir si me concernía o no en forma directa,
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    pero volví a pensar en lo inútil que resultaba conceptuar el destino del hombre como el producto diamantino de su voluntad, pues estaba allí la guerra, hermana milenaria de la peste, capaz de sacudirlo como el terremoto la corteza de la tierra, poco podían ante ella las mejores voluntades, desgonzadas como un pelele ante su dictamen implacable, al diablo con el destino humano, ramificación de posibilidades inciertas y nefastas, y así se navegaban los mares, así se sufrían los climas, así se perseguían los mirajes del viento y del sol, así se odiaba, así se amaba, todo para terminar haciendo el nido final en la tumba, eso era el hombre, un ser a imagen y semejanza de un Creador sin imagen ni semejanza, el fruto de cuya vida ni siquiera aprovecharía como manjar a criaturas superiores, sino que iría a pudrirse en boquerones húmedos, por él mismo cavados, cuánta idiotez el mundo bello, irisado de ambiciones y congojas, qué sueño de sombras, qué luchar para subsistir y subsistir para poder luchar, y todo para bien o mal morir, en una irónica petición de principio, en un maloliente círculo vicioso contra el cual se estrellaban filosofías, escuelas, ciencias, modas, astrologías, porque era insuperable su idiotez, y mucha la ominosa limitación de nuestras fantasías hipnotizadas por el señuelo de la sabiduría como animal que iniciara el sueño de la razón en momentos de ser condúcelo al matadero, así que para qué el hilo frágil de la razón, por qué no mejor el instinto ciego del bruto, que conoce y acepta resignadamente el universo, sin preocuparse por el término irreparable de su tránsito infecundo, y debí llorar, no sé si sobre el hombro de Jean Trencavel o sobre la almohada vacía de la alcoba de María Rosa, pero si fue en Cartagena supongo que era ya la primera vez que no pensé en las promesas de mi religión, por cuya fe me di tantos golpes de pecho en los templos, ante los altares guarnecidos de paños bordados, en que no pensé en el cielo prometido sino que se me antojó, por instantes, esta vida terrenal el solo bien apetecible, don más hermoso cuanto más veloz fuera su paso de gaviota confundida con el viento, frente a cualquier avance torpe y lento de pelícanos, de nubes de pelícanos con las que ahora empecé a soñar, nubes de chillones becardones que o
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    una nación que poco o nada tuvo nunca que ver con la historia universal de las ideas, que despreció desde sus orígenes la reflexión filosófica, cuyo arte se ha recreado girando en torno a la muerte y a la fe,
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    de aquella Cartagena, tan viva en mi memoria, donde transcurrieron mi infancia feliz y también los días de horror,
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    donde viví una infancia feliz, donde, en sus anchas y frescas habitaciones cubiertas por grandes vigas de madera blanqueada, lloré de amargura y soledad meses enteros,
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