Mientras que la modernidad significaba la racionalización de los conocimientos, productos e intercambios, la matematización de lo real, el establecimiento de un plan de equivalencia entre todas las cosas intercambiables en un mercado, la intensidad ha llegado a designar, como compensación, el valor ético supremo de lo que se resiste a esta racionalización: la intensidad no es estrictamente irracional, pero tampoco puede reducirse a esas figuras de la racionalidad que son la objetividad, la identificación, la división en el espacio, el número, la cantidad. Poco a poco, la intensidad ha devenido en fetiche de la subjetividad, de la diferencia, de lo continuo, de lo incontable y de la pura cualidad.