En vez del bochornoso espectáculo, la mancha que esperaba, comprobó —su vista seguía siendo formidable, igual que su memoria— que su bragueta y entrepierna estaban secas. Sequísimas. Fue una falsa impresión, motivada por el temor, el pánico a «hacer aguas», como decían de las parturientas. Lo embargó la felicidad, el optimismo. El día, comenzado con malos humores y sombríos presagios, acababa de embellecerse, como el paisaje de la costa luego del aguacero, al estallar el sol.
Se puso de pie y, soldados a la voz de mando, todos lo imitaron. Mientras se inclinaba a ayudar a Dorothy Gittleman a levantarse, decidió con toda la fuerza de su alma: «Esta noche, en la Casa de Caoba, haré chillar a una hembrita como hace veinte años». Le pareció que sus testículos entraban en ebullición y su verga empezaba a enderezarse