La mochila de los conocimientos adquiridos era una cadena asida al cuello que me hacía marchar en círculos. Tardé tres años en darme cuenta. Me deshice de ella para ver por mí mismo. Fui publicando un cuaderno de bitácora para no tener que recordar y como propuesta de debate abierta. Nadie debate, a lo más, insultan. Luego entendí que mi camino era bien solitario. Los ensayos clínicos que organicé me sirvieron fueron para validar en terceros los resultados, verificando su objetividad, pero solo sobre la práctica inicial. El resto nunca lo hice público. Sin embargo, una cálida tarde del verano de 17 arrellanado en un solitario canchal en el cauce del rio Balozano, entendí la trampa del anagami. A pesar de mi juramento, acepté a regañadientes el Encargo.