Los hechos que se narran, como exposición de acontecimientos pasados, tuvieron su arranque en un pueblo de Extremadura, años después de haber dejado atrás la «gran vergüenza», insuficientes aún para dejar limpias las respectivas conciencias.
Fueron ciertos, como la vida misma, si bien con aportes de fantasía y buen humor de los que el autor no quiso desprenderse, al plasmar sobre el papel una historia que a la gente que la conoció no dejó en nada indiferente.
Paca, Paquita la llamaban, por ese hábito tan común en muchos lugares de empequeñecer lo natural, como si con ello lo hicieran más próximo, fue la víctima propiciatoria que le tocó padecer la acción vil nacida al socaire de la irracionalidad. Y, para más inri, tuvo que sufrir en sus propias carnes la incomprensión de una sociedad aldeana, anclada en el pasado más rancio, fruto de la «educación» impuesta por el color de moda, el azul, en comunión diaria con el púrpura, cual patricio romano, bajo el palio ganador.
Igual que a una yegua la montó, sin pedir permiso a nadie, tan solo a la inhumana conciencia. Y, al final, lo que no debió ser, se convirtió en triste realidad; y, con esta, la mala fama la acompañó para no separarse jamás, extendiéndose a los dos: a la madre, sin tener culpa de nada y, al hijo, por la misma sinrazón.
¿Ah…! la maledicencia…, la más veloz de las plagas, que en su expansión ensucia a la inocencia sin que esta pueda hacer nada, mientras el causante del mal campa libre y a sus anchas.
Al final, el amor pudo borrar la “mancha”, y lo que antes fue negro, se convirtió, como por arte de magia, en blancura inmaculada. Cómo si no podía ser aquel amor generoso, de entrega total hacia aquella poquita cosa, cuando con su mirada transparente, de pura inocencia, parecía querer decirle: «y, yo, ¿qué culpa tengo…?»