Y se fue en el tren de la esperanza -el Sevillano en su ida, el Catalán a la vuelta-, junto con pueblos enteros del sur de nuestra dolorida España. Un mundo nuevo se abriría ante sus ojos, incrédulos. Inseguridad manifiesta, dudas, mil. Miedo ante lo desconocido.
Pero no había llegado hasta allí para retroceder, pues sabía que aquel mundo que acababa de dejar atrás solo le depararía volver a repetir: miseria por doquier, ganas de todo, ni qué hablar del comer, un anhelo continuo; en fin, un malvivir.
Después de muchas penurias, difíciles de describir si no se ha hecho el mismo recorrido, nuestro esforzado protagonista encontraría aposento en su nueva casa, la Ciudad Condal, moderna y cosmopolita, nada que ver con el oeste peninsular.
Al igual que cualquier joven emprendedor, también él buscó, con su lucha diaria, un futuro prometedor en su afán de superación. Estudio y trabajo, en estos dos se concentró, dando lo mejor de sí. Después vino el amor; un sentimiento de alegría y satisfacción que le convertirían en una nueva persona. “El esfuerzo” -decía el muy cándido-, “ha valido la pena”.
Hasta que, al final, su oscuro pasado volvió a resurgir, quizá para recordarle que él no había nacido para ser feliz. Sus fantasmas aparecieron de nuevo. Una maldición que le perseguía desde el mismo instante en que fue consciente del mundo exterior.
Felicidad, estado efímero, en su caso mera ilusión, pues duró solo un suspiro, hasta que alguien lo despertó. En desconsuelo se transformó y, por ende, en la pérdida de la ilusión.