El emblema de vuestra casa no debería ser la rosa blanca, sino el antiguo símbolo de la eternidad.
—¿De la eternidad? —repito yo con la esperanza de que vaya a decir algo que resulte tranquilizador en los amargos momentos que estamos viviendo.
—Sí, la serpiente que se devora a sí misma. Los hijos de York se destruirán entre sí, un hermano destruirá al otro, los tíos devorarán a sus sobrinos, los padres decapitarán a los hijos. Son una familia que necesita ver la sangre y, si no tienen otro enemigo, son capaces de derramar la suya propia.
Apoyo las manos en el vientre como si quisiera proteger a mi hijo de tan siniestras predicciones.
—No, Anthony. No digas esas cosas.
—Son la verdad —responde él con gesto grave—. La casa de York caerá; no importa lo que hagamos vos o yo, porque terminarán devorándose unos a otros.
Cuando me quedan seis semanas para dar a luz, inicio el confinamiento previo al parto retirándome a mi dormitorio puesto en penumbra y dejando el asunto sin solucionar. A Eduardo no se le ocurre qué hacer. Un hermano desleal no es algo nuevo en Inglaterra, ni tampoco en esta familia, pero a mi esposo le supone un tormento.
—Dejadlo hasta que yo salga de aquí —le digo en el umbral mismo de mi cámara—. A lo mejor entra en razón y suplica el perdón. Cuando salga, podremos decidir.
—Y vos sed valiente. —Recorre con la mirada la habitación oscurecida, caldeada por una pequeña chimenea y con las paredes vacías porque han quitado todas las imágenes que puedan afectar a la forma del niño que está esperando a nacer. Se inclina hacia delante y me susurra—: Ya vendré a visitaros.
Yo sonrío. Eduardo siempre infringe