igual que me costaba deshacerme de las cosas viejas –en eso me parezco a mi abuelo materno, que apilaba en su cocina de exterior todo lo que tendría que haber ido a la basura–, me costaba también borrar los números obsoletos, como si de pronto fueran a renacer y a funcionar de nuevo, como si todo cuanto pertenecía al pasado solo estuviera dormido y destinado no solo a cobrar nueva vida, sino a reemplazar las vidas que lo habían sustituido.