Laure Adler

En las historias de mis libros que se remontan a la infancia, de repente ya no sé de qué he evitado hablar, de qué he hablado, creo haber hablado del amor que sentíamos por nuestra madre, pero no sé si he hablado del odio que también le teníamos y del amor que nos teníamos unos a otros y también del odio, terrible, en esa historia común de ruina y de muerte que era la de nuestra familia en todas las circunstancias, tanto en las del amor como en las del odio, y que aún escapa a mi entendimiento, me es inaccesible, oculta en lo más profundo de mi piel, ciega como un recién nacido.

La mujer está delante del portal. Lo abre, no retira la mano del picaporte, se gira, mira a su hija, insistentemente, sopesa los pros y los contras, contempla únicamente la mirada de su hija y cede. El portal se ha vuelto a cerrar. La mujer y su hija han entrado.

Sin Dios la madre.
Sin amo.
Sin mesura. Sin límites, tanto en el dolor que iba recogiendo por do

«Ser para uno mismo su propio objeto de locura y no volverse loco, en eso podría consistir la desgracia maravillosa», escribe en Los ojos verdes.

Medio hombre, medio mujer, surgida de las fronteras de la noche, la pordiosera corre por la ciudad prohibida, la de los blancos, profiriendo palabras que anuncian el apocalipsis

«Un huevo enorme, negro, pestilente. Unas imágenes se apilan encima de la desembocadura del Ganges formando un Himalaya. La imagen sigue a la pordiosera llena de piojos hasta el agua de los ríos junto a las orillas donde duermen las carpas. La mujer las coge y se las come crudas.»

quier, como en el amor del mundo.

«Porque cada vez le asusta más la idea de ver, quiere ver. Una manera de liquidar la historia, de concluirla.»

«Nunca he estado en el lugar donde me habría encontrado a gusto, siempre he ido a remolque, buscando un lugar, un empleo del tiempo, nunca me he encontrado donde me habría gustado estar»

Estaba doblado en dos, con el culo en el fondo. Era demasiado alto para caber en un cubo de basura. Se le salían los pies y le colgaba la cabeza, con la boca abierta. Tenía la piel de color gris, cubierta de piojos, y era viejo como un elefante. Y aun así era un hombre. Lo estuvimos mirando, incansablemente, mis hermanos y yo. Lo mirábamos desde todos los ángulos. Contemplamos para toda la vida a un hombre muerto en un cubo de basura.