Veo con claridad tu imagen en mi recuerdo: siempre te reías de mi locura. Creo que eso te acercaba a la felicidad.
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«¡Demonios, la puerta! ¡Seguro que chirría! ¡Y si chirría cuando la abra, será como cuando uno vuelve a casa cada día, como algo cotidiano, y no la vuelta al infierno o al paraíso, que es lo que yo pretendo! ¡Venga, a engrasar la cerradura!»
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Antes de enterrarla conmigo en esta tumba tendría que haber pensado si a usted también la atenaza la angustia. Pero cuando se sufre, no hay tiempo para generosidades. Y aquí estamos, muertas las dos. Muertas por fin».
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Y, de todas formas, no os quiero ni a ti, ni a mi padre. Lo quiero a él. —Pero yo sí que te quiero. —Lo sé.
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El exceso de amor, como el exceso de desamor, se formula en pocas palabras. Sin sutilezas.
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Sin la angustiosa presencia de mamá y con la angustiosa ausencia de papá, la casa no era la casa. Precisaríamos años, siglos, para reconstruir una vida no contaminada por su recuerdo.
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Esas rosas amarillas parecen enfermas. Son feas. —¿Y qué es la belleza, cariño? ¡Puede que sea la fealdad!
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Sé que lloro por todos mis poros; que todos los ojos que habitan en mí lloran conmigo
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Él no será el resultado de tu vida. Nunca verás su desgracia, porque nunca será desgraciado. Lo prometo.
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Puedes llegar como enamorado o como verdugo, estoy listo para recibirte.
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